A la francesa

Un manojo de lecciones nos deja la reciente elección presidencial francesa. La más evidente es que el más improbable contendiente puede ganar, pues hace tan solo cuatro años, Macron era un aspirante que no figuraba en el mapa político. No obstante, apoyado en un gran olfato político, una aguda visión estratégica y una notable determinación, supo ascender rápidamente en el conocimiento popular mediante atrevidas, pero exitosas decisiones, que lo llevaron a distanciarse del gobierno saliente, del que formó parte, y a irse abriendo paso entre los partidos existentes a través del movimiento independiente “¡En marcha!”, para sacar provecho del descrédito de la clase gobernante en la sociedad francesa.

Desvela también que un candidato sin una carrera política de largo aliento puede rápidamente llamar la atención del electorado y, en contraste, que quien ya tiene experiencia en este tipo de contiendas, no necesariamente lleva una ventaja insuperable. En efecto, Marine Le Pen compitió por la presidencia francesa por segunda ocasión, pero fue nuevamente derrotada en una campaña en la que no supo lidiar con la frescura, pero a la vez madurez de Macron, con su discurso atrevido pero informado, con su dominio de los temas de Estado y su claridad sobre las preocupaciones nacionales (el terrorismo), y los agobiantes retos del entorno internacional (la cuestión europea y la inmigración), y en donde quedo constancia que no pudo con un candidato con gran capacidad de generar adhesiones —cuando ella profundizaba en las divisiones—, y de sensibilizarse, sin poses, ante las necesidades sociales más apremiantes.

Al margen del candidato, la elección francesa desvela las bondades del sistema electoral. Acaso la más representativa es que la segunda vuelta constituye una auténtica garantía del sistema democrático frente a las opciones políticas más radicales, que hacen acto de presencia en las elecciones bajo una ideología extrema orientada a debilitar los fundamentos del Estado. En 2012 y en 2017, la candidata de la extrema derecha arrancó muy bien posicionada en los sondeos iniciales de la primera vuelta, pero las adhesiones políticas que se levantaron en su contra, terminaron por excluirla del ballotaje en la contienda entre Sarkozy y Hollande, y por superarla en segunda vuelta frente a Macron.

La segunda vuelta coadyuva, en el momento definitorio de una democracia, a contraer la fragmentación de los partidos políticos y a unificarlos, a pesar de su distancia ideológica, para mantener incólumes los valores constitucionales. Fue la francesa una elección repartida en cuartos, donde cuatro candidatos obtuvieron entre el 24 y el 20% de los votos en primera vuelta (uno más, arriba del 6%); sin embargo, en la segunda vuelta, los electores que originalmente habían apoyado a Fillon y Hamon (candidatos de derecha e izquierda moderada) se volcaron a votar contra Le Pen, y aunque Melechón (candidato de izquierda) se abstuvo de emitir consigna de voto, distintos sondeos (Ipsos e IFOP) revelaron que entre un cuarto y la mitad de sus seguidores votarían por Macron y apenas uno de cada seis lo haría por Le Pen.

El trasvase mayoritario del apoyo electoral de la derecha e izquierda moderadas, creó un frente común en favor a Macron, con un histórico resultado en el que la sensatez se impuso por duplicado ante el radicalismo (66.1% vs. 33.9%). Sin embargo, fue un ejercicio en el que la abstención alcanzó uno de sus mayores niveles en la vida de la Quinta República (25%) y el porcentaje de votación nula o en blanco fue el más alto de su historia (11%), lo cual es un signo más del creciente descrédito de los partidos políticos tradicionales.

Visto lo sucedido en esta elección, comienzan a escucharse voces en nuestro país que recuperan la opción, avanzada en una iniciativa del presidente Calderón en diciembre de 2009, de adoptar el sistema electoral de doble vuelta. Frente a ella, baste recordar la lección de Dieter Nohlen para los profesionales del diseño institucional: El contexto hace la diferencia.