Autoridad moral, intelectual

La autoridad moral e intelectual de quienes practican la política está bajo cero en la escala de Celsius. No es un fenómeno privativo de México, sino un hecho mundial de proporciones masivas. La “unidad de inteligencia” de “The Economist” publica un índice mundial de la democracia que considera cinco categorías (pluralismo y elecciones, desempeño del gobierno, participación política, cultura democrática y libertades civiles), y concluye que únicamente el 5% de la población mundial habita en “democracia plena”. El resto poblamos democracias fallidas, regímenes híbridos (que combinan rasgos democráticos y autoritarios) o sistemas autoritarios. De acuerdo con las clasificaciones propuestas en ese índice, solamente en 19 de 167 países hay confianza en las instituciones y la actividad política es reconocida como prestigiosa. Por cierto, en este índice México aparece entre las democracias fallidas.

Corrupción, impunidad, oportunismo y depredación son las características ubicuas de la práctica política. El ejercicio del poder se ha brincado las ecuaciones que se suponen como axiomas de la democracia para que su dinámica produzca sumas positivas. En el pasado, las doctrinas que informaban ideológicamente ese quehacer provenían de fuentes intelectuales cuya autoridad era reconocida y disputada por sus contrarios, fundados en pensamientos alternativos. El liberalismo, conservador o progresista, el marxismo, la socialdemocracia, el eurocomunismo, la democracia cristiana. Hasta los totalitarismos más temibles como el estalinismo, el maoísmo y el fascismo invocaban una autoridad intelectual para justificar su acción y sus decisiones de gobierno. Sin excepción, aquellos que quisieran saltar a la palestra para obtener los votos o la “voluntad” del pueblo se apegaban a una doctrina “racional” que les daba sentido y sin la cual no tenían autoridad para competir por el poder y ejercerlo. Los grandes triunfos y derrotas de la política, nacional e internacional, eran triunfos o derrotas de doctrinas construidas, defendidas y combatidas. El pensamiento, bueno, malo, regular o lo que fuera, se disputaba, no solamente en los cenáculos intelectuales, sino en los parlamentos, en la prensa, en las conversaciones de café, en los bares de los barrios. Buena parte de la sociedad se identificaba, por las razones que fueren, con alguno de estos credos emanados del ejercicio de la “razón”.

Los valores defendidos por cada doctrina eran jerarquías de preferencias para ordenar la vida colectiva en general y la pública en particular. En la actualidad, la solidez o debilidad de esas formas de pensamiento se confina a bibliotecas y cubículos, y han sido sustituidas por creencias líquidas e informes. El foro de la política es hoy compartido por el espectáculo; la política forma parte de él y no tiene horizonte de rehabilitación. En el siniestro mundo del espectáculo mediático y de sus últimos tentáculos, las eufemísticamente llamadas redes sociales, los políticos se venden como jabones y cosméticos, compiten entre sí con las “leyes” de la mercadotecnia y es imposible saber si lo que dicen tiene un correlato en su acción como gobernantes. En este ambiente no hay parámetros de exigibilidad ni de evaluación de la política a través de las herramientas del pensamiento. Sin este no hay cartabón que nos permita saber a qué responden las acciones de un político o de una agrupación que pretende gobernar ni habrá, como nos ocurre aquí y allá, manera alguna de entender por qué valdría la pena refrendar o remover una “opción” (suponiendo que lo fuese) por otra, habida cuenta de que sus formas de comportamiento se asemejan más de lo que se distinguen.

La entereza moral y el prestigio intelectual se han transfigurado en muecas y gestos de prestidigitadores que son enterradores de la política como reivindicación del valor del buen gobierno.