La urbe, el cuerpo y la reinvención de lo cotidiano

Una de las definiciones más conocidas de la fotografía consiste en que es el rastro de algo que permaneció frente a la cámara. Se trata, por lo tanto, de una huella y, posteriormente, de una representación proveniente de la mediación con la luz y con otras materias sensibles que conlleva procedimientos de tipo técnico-racional y otros más de orden subjetivo, ya sea que se trate, salvando las respectivas diferencias, del formato analógico o digital.

Pero de lo que no tenemos certeza plena —pues es ahí donde se fragua la relación entre arte y tecnología— es de cómo se produce ese instante alquímico donde la realidad cede paso al universo de las formas simbólicas, para ratificar el vínculo con el exterior a través de un lenguaje arraigado mayormente en la objetividad, como en el caso del fotoperiodismo o del documental, para erosionarlo a través de una ficción, o bien para intensificar su condición artística a través de una reverberación simbólica.

Pero es precisamente en ese umbral de incertidumbre donde la fotografía puede expandir su potencia simbólica, como lo ha hecho durante los últimos años Adam Magyar (Debrecen, 1972), un artista húngaro que, formado a partir de una experiencia proveniente de travesías alrededor del mundo, trabaja con diferentes tecnologías y es actualmente uno de los fotógrafos más relevantes de la escena internacional.

Con un sorprendente dominio técnico que involucra herramientas y estrategias de fotografía aérea, fotografía callejera, cinematografía, video y arte de instalación, Magyar se ha ocupado sistemáticamente de documentar y representar espacios de concentración, indiferencia y ocio; espacios cotidianos donde el otro se encuentra desdibujado por el propio flujo de la masa humana o bien por el hecho de ser presa de la muchedumbre, tal y como ocurre en las plazas públicas o en los sistemas de transporte subterráneo, respectivamente.

Si en Squares (2007-2008) Magyar, a través de fotos aéreas falsas, fabricó una serie de lugares inexistentes referidos a grandes urbes como Hong Kong o Tokio en donde los cuerpos de los peatones son direccionados y minimizados hasta su eventual uniformidad, en Urban Flow (2009) el uso del formato panorámico le permitió producir vistas apaisadas en donde se contienen micro-narrativas urbanas: pequeñas historias que, a la luz de imponentes paisajes, reformulan la noción de grandes relatos en los escenarios urbanos. Se trata de dos tipos de estrategias en donde Magyar evoca series significativas de la fotografía contemporánea en torno a la identidad y el paso del tiempo en la urbe.

En primer lugar, la referencia obligada al trabajo del artista visual suizo Beat Streuli (Altdorf, 1957), quien también ha transformado a la calle en su set de trabajo y fundamentalmente a los rostros de los peatones como una materia de expresión. Con un trabajo mixto de fotografía, video e instalación de gran formato, la mirada voyerística de Streuli, el color vibrante y los altos contrastes que emplea, ofrecen un paisaje más humano de un cotidiano indiferente que tiende cada vez más al anonimato y al desdibujamiento corporal.

Como otro antecedente evidente, la fotografía callejera de los años noventa de Philip-Lorca DiCorcia (Nueva York, 1953), tomada en diferentes ciudades, como Nueva York, Roma, Hong Kong o París, ya posee la clave de singularidad facial que más adelante concentró a partir de un dramático claroscuro en su serie emblemática Heads (1999-2001). Ahora bien, dentro de esta genealogía de fotografía contemporánea hay un elemento en particular que destaca del trabajo de Magyar, referido a la desconstrucción de una concepción tradicional de pose fotográfica y, por supuesto, a la oposición entre imagen fija e imagen en movimiento.