El populismo no es una doctrina económica, sino un fenómeno político que se entiende mejor si primero se describe la estructura medular del cesarismo. Julio César se hizo emperador de Roma cuando colapsó la República. A pesar de sus virtudes en la época, la República había sido corroída por la corrupción, la decadencia del Senado y su separación del pueblo romano. El general más distinguido en el servicio a la expansión de Roma, Julio César, dio un golpe de Estado, sepultó la República y declaró el Imperio, que habría de durar casi 500 años hasta su dilución en el medioevo.

Desde entonces, se han repetido fenómenos similares en la forma política, si bien en circunstancias diferentes. Los principados italianos en el siglo XV y XVI, el bonapartismo, el estalinismo, el fascismo y el nazismo en el XX. Hoy renace en lugares tan disímiles como Estados Unidos, Hungría y por poco en Francia. Las versiones tropicales van en aumento y, en América Latina, Venezuela es el caso más patente y patético de esta forma de degradación política.

La República romana y las italianas del renacimiento tenían en común con las democracias contemporáneas un fuerte ingrediente de “gobierno por discusión” como lo denominó John Stuart Mill. En apretada síntesis es el gobierno de opinión pública que, a través de la representación política bien construida se traduce en decisiones de Estado. Y ese componente es el que suprimen por igual todas las formas de cesarismo: se acaban la discusión, el debate, el parlamento, la libre expresión pública de las ideas, la libertad de organización y manifestación y, desde luego, la libertad de elección y de participación en las decisiones públicas.

¿Qué facilita y hace esto posible? Cuando el gobierno por discusión, esencia de la democracia, se degrada y convierte en un artificio para satisfacer apetitos particulares y aleja su atención de los sentimientos y los pensamientos del público (o, por qué no, del pueblo), se abre un enorme flanco a los ímpetus dictatoriales de los santones que claman por la salvación mistificada del cuerpo nacional. Siguiendo las reflexiones de Mill, la democracia sólo puede sostenerse cuando el ciudadano educado tiene también una cierta “igualdad de condición”, de ingreso. Por el contrario, si el esfuerzo del ciudadano medio para sobrevivir es desproporcionado a los beneficios que le reporta su trabajo para el bienestar de los suyos, el ejercicio democrático se convierte en farsa. Las democracias que fallan en los dos renglones, que degeneran la calidad de la política y que no se ocupan de la mejoría del ciudadano medio, son el mejor caldo de cultivo para que prenda el cesarismo; para que líderes mesiánicos convenzan a los que están hartos (y por buenas razones) a movilizarse con la sinrazón y encumbrarlo y cederle todo el poder. Así se pone el huevo de la serpiente. Entre mayor sea el número de conversos, mayor será el envión que reciben los mesías, mayor el poder que acumulan y más grande el despojo a los derechos ciudadanos. La vacuna está precisamente en el cumplimiento de las dos condiciones propuestas por Mill: ciudadanos informados, educados, participante que, a la vez, tengan la razonable expectativa de una vida buena en una sociedad que la procura colectivamente.

En un número importante de democracias nuevas se ha producido una erosión considerable de la política y del bienestar. A pesar de la indignación y los esfuerzos en su contra, la desigualdad social aguda se ha convertido en una presencia «natural» o, inclusive, deseada, como es el caso de la actual élite que gobierna Estados Unidos. No sabemos si existe un antídoto para salvar al paciente cuando ha sido ya mordido por la bestia. Venezuela es un teatro ejemplar de esta tragedia que, junto con otros casos, pone de manifiesto que la contradicción principal de nuestro tiempo no es entre izquierda y derecha, sino entre autoritarismo y democracia. No verlo, no reconocerlo, es el camino de la ceguera.

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