Simpliciano, muchacho candoroso que no sabía nada acerca de las cosas de la vida, regresó de su luna de miel. Le preguntó su padre: “¿Cómo te fue?”. “No muy bien -respondió tristemente Simpliciano-. En toda la semana no se me quitó una extraña inflamación que me empezó desde que vi sin ropa a mi mujer”. El severo genitor interrogó al pretendiente que le pedía la mano de su hija: “¿Está usted seguro, joven, de que puede hacer feliz a Dulcibel?”. “¡Uh, señor! -respondió el galancete con orgullo-. ¡La hubiera visto anoche!”. El señor que comía en el restorán Brothers Hnos., llamó al mesero y le dijo con enojo: “En mi sopa hay una mosca”. Respondió el camarero, imperturbable: “Me permito suplicarle al caballero que al salir la deje en la caja, por si alguien la reclama”. Un amigo de don Sinople P. di Gri, distinguido miembro de la alta sociedad, le dio una mala noticia. “Fui a la capital -le contó- y me enteré de que tu hija está trabajando de prostituta en una casa de citas”. “¿Cómo es posible? -empalideció don Sinople-. ¡Eso es una tragedia!”. “Sí -confirmó el otro-. ¡Tu hija, una prostituta!”. “Eso es lo de menos -replicó el alto señor-. ¡Pero en nuestra familia nadie jamás había trabajado!”. Una joven mujer iba a dar a luz al día siguiente. Le preguntó a su médico: “¿Podrá estar conmigo el padre de mi hijo?”. “Por supuesto -respondió el facultativo-. Siempre he sido partidario de que el marido esté presente en el momento en que su esposa da a luz”. “Ésa no es buena idea, doctor -se preocupó la chica-. Mi marido y el padre de mi hijo no se llevan bien”. Don Corneliano regresó a su casa de un viaje de negocios antes de lo esperado. Al entrar vio sobre el sillón de la sala un saco que ciertamente no era suyo, pues él los usaba solamente de color negro, café o gris, y éste era a cuadros verdes, azules, rojos, anaranjados y amarillos, como de golfista. Llamó a su esposa y le dijo con ominoso acento: “Hay un hombre en esta casa”. “Claro que no -replicó la señora-. Ningún hombre hay aquí. Claro, descontando tu presencia”. Lo dijo con determinación, pero en sus palabras había un matiz de nerviosismo. Inquirió don Corneliano: “¿Y ese saco?”. Respondió ella: “Ha de ser de alguno de tus amigos, que lo dejó olvidado cuando vinieron a ver contigo el partido de Colombia contra Dinamarca”. “No es posible -adujo el señor-. Ese día todos vestíamos de luto por la reciente eliminación del Tri. De seguro hay un hombre en esta casa”. Así diciendo don Corneliano se puso a buscar afanosamente por todas partes. Removió las cortinas y los muebles; levantó las alfombras y tapetes. En la cocina abrió el refrigerador y el horno de la estufa. Fue al cuarto de la plancha y miró dentro de la lavadora. En el jardín hurgó entre los arbustos. Fue luego a las habitaciones; abrió todos los closets y se asomó abajo de las camas. No halló nada aparte de polvo ancestral y basura acumulada a lo largo de los años. Se dio por vencido, pues, y le pidió perdón a su esposa por haber sospechado de ella. Gimió la esposa: “¿Cómo pudiste poner en duda la fidelidad que te juré al pie del ara? Ningún hombre ha habido en mi vida más que tú, al menos hasta la hora de cerrar esta edición. Eres un desconsiderado”. Sintió pena don Corneliano, tanta que le vino en gana desahogar una necesidad menor -así reaccionaba él-, para cuyo efecto fue al baño de su alcoba. Notó que la cortina de la ducha estaba corrida, y la descorrió. De pie en la bañera estaba un individuo en ropas muy menores, pues no traía ninguna. Le dijo el sujeto a don Corneliano con tono de molestia: “Lo ruego, señor mío, que no abra la cortinilla. Todavía no acabo de votar”. FIN.

Mirador

Historias de la creación del mundo

El Paraíso era en verdad un paraíso, entre otras causas porque reinaba en él un gratísimo silencio.

Sólo se oía el murmurar de los arroyos de leche y miel que corrían entre las hierbas del jardín, y el trino de las aves que decían su canción en la fronda de los árboles.

¡Cuán deleitoso era ese silencio! Con decirles que ni siquiera Eva lo interrumpía.

En eso, sin embargo, se oyó un estrépito de gritos y de risas; una barahúnda como de jolgorio o diversión. Se escuchaban voces alegres; expresiones entusiastas, carcajadas de felicidad.

Esa algarabía sobresaltó al Señor. Bajó al jardín y le preguntó al hombre:

-¿Qué sucede?

Respondió Adán:

-Es que están de fiesta los pejelagartos.

¡Hasta mañana!...

Manganitas

“.Una señora tenía 14 hijos.”.

“Mi esposo es un verracón

-decía muy apenada-.

Con que me aviente el calzón

ya me deja embarazada”.