La trabajadora social habló con don Pitongo. “Entiendo -le dijo-, que es usted padre de 15 hijos, y que su esposa espera otro. ¿No le parece que ya son demasiados?”. “Qué quiere usted, señorita -suspiró el prolífico señor-. Dios me ha mandado esa lluvia de hijos”. Le sugirió la muchacha: “Pues cuando esté con su señora póngase impermeable”. La madre de doña Burcelaga enfermó. Ella fue a la ciudad donde vivía la señora y estuvo cuidándola dos meses. Cuando regresó a su casa su esposo le dijo: “Tengo algo qué confesarte. En tu ausencia me sentí solo y empecé a visitar a la vecina cuando su marido salía a trabajar. No sólo te fui infiel: además gasté mucho dinero, pues la vecina me pedía mil pesos cada vez que estaba con ella”. “¡Mil pesos! -se indignó doña Burcelaga!-. ¡Qué abusona! ¡Cuando su mamá enfermó yo nunca le cobré nada a su marido!». Simpliciano, ingenuo joven ingenuo, contrajo matrimonio. Carecía de experiencia en cosas del amor, de modo que no supo cómo consumar el matrimonio. Le dijo su flamante mujercita: “Haz como los perritos”. Simpliciano se puso de rodillas en el suelo con los brazos en el pecho y las manitas dobladas y luego hizo: “¡Guau guau!”. Don Usurino Matatías, el avaro del pueblo, estaba en agonía. Su esposa Avidia, rodeada de sus hijos, recogía sus últimas disposiciones. Empezó el cutre con voz desfallecida: “Don Gorrino me debe 10 mil pesos”. “¡Apunten, hijos, apunten!” -ordenó doña Avidia. Prosiguió penosamente el enfermo: “El señor Pepínez me debe 5 mil pesos. Doña Débora me adeuda 3 mil pesos. El señor Insolvio me debe mil pesos». «¡Qué memoria! -exclamó con admiración Avidia-. ¡Qué lucidez! ¡Ni siquiera en este trance se olvida de sus cuentas! Apunten, hijos, apunten, para poder cobrar las cantidades después de la muerte de su padre, que por cierto ya está tardando mucho”. Don Usurino le impuso silencio con un movimiento de la mano. “Por mi parte -manifestó- le debo a don Moneto 100 mil pesos. Aunque no hay nada por escrito les dejo el encargo de que le paguen ese dinero de modo que mi honor no sea mancillado”. “¡Ah! -gimió con desesperación Avidia-. ¡Ya no apunten nada , hijos míos! ¡Su pobre padre ha empezado a delirar!”. Durante 40 años de mi vida fui, entre otras cosas, psicólogo, comediante, confesor, cuentacuentos, padre sustituto, consejero y en ocasiones, a pesar mío, juez. Quiero decir que durante 40 años fui maestro. Luego me jubilé. Dicho mejor: fui jubilado por fuerza de la reglamentación. De haber sido por mí le habría seguido hasta que tuvieran que llevarme en silla de ruedas al salón de clases. Pero el tiempo es inexorable. Sin darme cuenta pasé de la edad de la pasión a la edad de la pensión. Sin embargo recuerdo con cariño mis años de profesor. Me parece estar viendo los rostros de mis alumnos -ellos y ellas-, y me veo a mí mismo frente al aula hablando de literatura, de derecho o comunicación. Bella época fue ésa, que añoraría si no estuviera viviendo ahora otra época mejor. Hoy, Día del Maestro, celebraré mi día, celebraré mis años, celebraré mi vida. Un arqueólogo encontró una figura de barro que representaba a un hombre desnudo. Se la mostró a su esposa y le dijo: “Es muy interesante: pertenece al período bajo”. La señora vio la figura del hombre y comentó: “La del período alto ha de ser más interesante”. (No le entendí)... La mujer de don Algón llamó por teléfono a su oficina. Eran las 11 de la noche y él todavía no regresaba a casa. Para asombro de la señora la secretaria de su esposo contestó la llamada. Le preguntó: “¿Por qué está tardando tanto mi marido?”. “Se debe a la edad -respondió la secretaria-. Y esta interrupción no va a ayudar”. FIN.

Mirador

Por Armando FUENTES AGUIRRE.

Perro era un perro. Se llamaba así: Perro. Su dueño nunca le puso nombre, quizá porque él mismo apenas lo tenía. La gente le decía Juan, pero nadie, ni él mismo, sabía cuál era en verdad su nombre.

Vivía Juan en un cuartucho de un terreno baldío cuyo dueño le permitía por caridad vivir ahí. Todo el barrio era de Juan y Juan pertenecía a todo el barrio. Para lavar el coche estaba Juan. Para cortar el césped, Juan. Para cargar cosas, Juan. Y ahí iban Juan y Perro, y allá venían Perro y Juan.

Se fue haciendo viejo Juan, y con él envejeció Perro. Un día Juan murió. Los vecinos se reunieron y contrataron el sepelio. Algunos acompañaron a Juan al camposanto. Perro los miraba, inquieto, y buscaba entre ellos a Dios. Es decir, a Juan.

Quizá porque no lo encontró decidió morir él también. Un día los niños que iban a jugar en el terreno lo encontraron sin vida. Cavaron en un rincón un pozo y lo pusieron ahí con una tosca cruz en la que escribieron su nombre: Perro.

Los niños del barrio recuerdan siempre a Juan y a Perro. Y ser recordado por los niños es muy bueno para cualquier perro. Y para cualquier Juan.

¡Hasta mañana!..

Manganitas

Por AFA.

“... Hizo tanto calor en cierta ciudad que fue posible freír un huevo sobre el piso de la acera...”.

Ante tan fuertes calores

y viendo esa nota escueta

yo sugiero a los varones

no sentarse en la banqueta.