Participar y pertenecer

Es cierto que el domingo 1 de julio fue emocionante. Me refiero en particular a la jornada, (ya los resultados reflejan la distribución de preferencias electorales y son comentario constante de analistas, como lo fueron las campañas y percepción de encuestas). Quiero hablar desde el peatón, desde el ciudadano que somos todos. Me refiero a caminar las dos cuadras a la casilla correspondiente al lado de mis hijas. No era cualquier caminata, teníamos un propósito: participar. Nos tuvimos que dividir en dos filas y curiosamente a la hora del día que fuimos los que llevábamos hasta la L por apellido éramos mayoría, y tardamos más que la fila donde mis hijas avanzaban con velocidad a pesar de la jauría que controlaban con correas dos votantes (y que no debería ser permitido, las mamparas eran tan endebles que se zarandeaban con cualquier cosa). Daba gusto ver a niños y adolescentes acompañando a sus padres, a gente muy mayor con su bastón-sillita para prevenir el cansancio. Éramos los del barrio que no nos habíamos visto nunca, o que nos saludábamos apenas en el estacionamiento del condominio. Había un espíritu dominguero y relajado que se contagiaba, a pesar de asistir a un acto solemne donde los letreros nos enfrentaban: «Tu voto es libre y secreto». La organización de la casilla era impecable y bien sabemos que quienes se encargaron de ella, como quien prestó su espacio para que allí ocurriera la votación, no eran una panda de amigos, fueron equipo y lo hacían con diligencia y entusiasmo. Cuando salimos comentamos que no había sido difícil entender las boletas como se había dicho por allí, que se necesitaban lentes para leer, que había sido fluido y rápido. En las redes, familias enteras, parejas, amigos exhibían sus fotos con aquel pulgar marcado, una especie de victoria del proceso. Un decir yo estuve allí.

Y quizás en esta jornada, cuyos resultados reflejan la posibilidad de la alternancia y el deseo de cambio (el descontento), lo más importante fue el júbilo democrático, la sensación de que contamos, de que cada uno de nosotros es una pieza valiosa en el rompecabezas que es México. No sólo participar sino pertenecer, quizás el voto es de las escasas oportunidades de sentir y hacer comunidad. México primero, pero México es cada uno de nosotros. Pienso en los que por primera vez votaron, su arranque en la vida democrática tiene un espíritu completamente distinto, una responsabilidad más clara de cuando mi generación asistía a una farsa democrática sin opciones. Cuando la gente dice que no ha ido a mejor el país, hay que recordar ese 2 de julio y contrastarlo con el pasado en todos sentidos, y reconocer que no sólo hemos participado en un número histórico, sino que estaremos más vigilantes de aquellos a quienes hemos dado nuestra confianza. La madurez democrática toma tiempo, y a los 18 años los mexicanos ya no son ingenuos, son los artífices de una sociedad diferente que piensa en otros términos el respeto, la equidad, el género, el cuerpo, la familia.

Es cierto que a pesar de que se ha cacareado que la jornada electoral fue pacífica en el país, uno oye de empistolados, de zafarranchos y sabe que el paraíso no ocurre de golpe, que hay enconos y malas prácticas, pero que el balance es, a pesar de todo lo que podía pensarse, pacífico y positivo. No lo tiñamos de cuadro romántico con nubes esponjadas donde entre los rayos de sol se perfila el salvador. Esperemos que los elegidos estén a la altura del entusiasmo participativo. Yo, por lo pronto, me congratulo de haber ido a una casilla, de estar, de ver a mis vecinos, de ir al día siguiente a leer los resultados, de decir «Buenos días» con gusto, con expectación, con la sensación de que este país es nuestro y nos merecemos bienestar y dignidad.