La Zafra y el texto

A Claudia Solís

Llueven briznas de vegetal negro en las tardes de Cocoyoc. El origen lo revela el cono de humo que mancha el azul de la tarde muriente. Es época de zafra. Antes del corte de la caña la quemazón es una práctica que lo facilita, que ahuyenta animales, que quita materia adherida a los tallos, que fertiliza la tierra para la nueva cosecha. De caña están hechos los recuerdos de mi abuelo materno: el andaluz.

Si la abuela contaba historias de guerra mezcladas con su nostalgia de Cibeles y Gran Vía, mi abuelo contaba anécdotas como la del mono silvestre traído de África que vivía en el cortijo de sus padres en Almuñecar. Lo suyo era un mundo más parecido al trópico mexicano, que si las chirimoyas eran enormes, que si los aguacates, que si la caña. Por eso, por andaluz que conocía de caña e ingeniero sin título (pero se había ganado “el ingeniero”, como todos lo llamaban, a pulso) en México trabajó en los ingenios azucareros de Mochis, del Mante y en Taretan, Jalisco.

Allí lo fuimos a visitar después de un viaje en tren con la abuela a Guadalajara. Éramos niñas mi hermana y yo, pero recuerdo el afán con que el abuelo explicó el proceso, y nos enseñó los camiones cargados de caña, la molienda y la melaza: un jugo café que se volvería cristales blancos. El azúcar la teníamos en casa, pero no la tierra y los hombres trabajando y mi abuelo con su sombrero. El aire olía dulce y yo sentía mucha admiración de que mi abuelo estuviera al mando de ese proceso, como un mago mayor. El ingeniero José Maroto.

Todo este legado, la genética de la que soy, me sale al paso mientras en la tarde me tumbo en la colchoneta de cara al cielo y dejo que la lluvia de hojas carbonizadas se deposite sobre mí, como si esas plumas negras, esas briznas de gramíneas fueran cómplices de la escritura, del empeño de ensuciar la página o la pantalla, construir algo donde no hay nada.

Un mundo de palabras que tengan la temperatura del cañaveral incendiado. Mi abuelo no escribía, tampoco creo que leyera más allá de libros técnicos y algo de Lorca y el Brindis del bohemio que recitaba como Cagancho, dibujaba bien y pintaba algunas marinas naive de su natal Almuñecar; en cambio los planos con bandas, engranes y poleas a detalle y sus maquetas de cortadoras de caña eran un mundo en miniatura que creaban su habilidad y su inquietud.

El abuelo me dio historias y paisajes, e hizo del anhelo por Almuñecar un bien (o un mal) de la familia, pero ahora sé que tenemos en común la zafra. La palabra árabe, de gratísimo sonido, quiere decir viaje. La zafra le dio empleo en México porque aquella herencia árabe en la costa andaluza fue también exportada a Nueva España. Porque el azúcar creció vigorosa en América y hubo hasta un rey del azúcar en Cuba (Julio Lobo con el que por cierto se casó Hilda Krüger, la supuesta espía alemana que fue amante del presidente Miguel Alemán, como puede leerse en el relato, invención de lo posible, de mi libro La casa chica). Bien mirada, la zafra me sale por todos lados (hasta para hablar de mis libros…), estudié biología porque en la naturaleza hay una verdad indiscutible cuando se mira la tierra y el mundo vegetal y animal que ha evolucionado con ella, cuando vimos las plagas y enfermedades de la caña de azúcar, el abuelo fue el gurú de quienes siendo estudiantes nos acercamos a él.

Pero más allá de todo eso, la zafra es mí todos los días cuando escribo. Es la cosecha de palabras y su temperatura. Es el encuentro de la historia con el poder de la prosa, es la quemazón de cada enunciado, la necesidad de que el cañaveral se agite, se despeine, se calcine pródigo en jugos dulces. El texto precisa energía, y quizás es por eso que el cuento me nace con más desparpajo, porque esa energía es posible sostenerla en corto, porque, como el poema, es más fácil que cada línea queme en su afán de herir la memoria, una experiencia candente.

La novela en cambio es rejega para la zafra. Hacer de cada tramo un incendio, un cielo encapotado de negros vegetales que flote con la ligereza de la lluvia carbonizada pero que evoque el vuelo de aves oscura, no es asunto fácil. Quizás por eso no es tan frecuente toparse con novelas que nos conmocionen. El incendio de las palabras a veces pide la inmolación del autor, ser hombres de fuego y eso es mucho pedir. La zafra escritural es la energía del texto, esa llamarada que nos convoca a escritores y lectores, lo de menos es sacudirse las briznas negras que aún siguen cayendo.