No hay nada como experimentar un drama en carne propia para entender los vericuetos de la inmigración internacional. Miles de familias, mujeres embarazadas y niños desesperados por cruzar la frontera en busca de refugio y un futuro viable irrumpió la línea divisoria entre Guatemala y México. Por primera vez en la historia moderna, nuestro país no ve como espectador lejano esta crisis humanitaria sino como un actor que se pone a prueba en cómo responde a la situación.

Primero hay que entender que la gran mayoría de los individuos que emigran lo hacen como último recurso para huir de la pobreza, la persecución y la violencia. Al dejar el terruño uno deja un pedazo del alma por una vida mejor. Migrar es el fenómeno social que ha dado sustento a la diseminación de nuestra especie y que, al mismo tiempo, crea presiones y enfrentamientos por los retos que conlleva para los territorios receptores.

Reconocer los nobles motivos que obligan a alguien a inmigrar y la empatía que despiertan en gente con entrañas sanas, no elimina la tribulación que estos movimientos de personas despiertan en los lugares donde transitan o se asientan. Sí hay que ayudar y atender con humanidad a los que lo necesitan, pero es innegable que su presencia demanda un despliegue de recursos como seguridad, alimentación, salud, vivienda y educación que con frecuencia no gozan ni los habitantes locales de los sitios que toca la inmigración.

En el mundo imperfecto en que vivimos, lo correcto es contar con procesos que regulen la migración y el asilo. México parece estar haciendo un trabajo decente en este rubro con la caravana centroamericana. Ya que anunciaron su llegada con semanas de anticipación, nuestro país tiene el derecho de saber quiénes son estas personas, tener un registro de ellos y asistirlos en lo posible al tiempo que se garantiza que no representan un riesgo. No olvidemos que huyen de las pandillas que operan sin miramiento a las fronteras.

Respetar sus derechos humanos y ofrecer una mano amiga que asista a estas almas hasta donde nuestros limitados recursos lo permitan, es la respuesta esperada de una nación humanista, al menos filosóficamente, como México. Pero debe ocurrir en el marco de nuestras leyes y disposiciones internacionales, lidiando con procesos burocráticos, no a portazos ni a pedradas. La compasión no se obtiene a la fuerza.

Para mis compatriotas que rechazan recibir o ayudar a los refugiados centroamericanos les pido, paren esos sentimientos. Inmigrar a un país es un reconocimiento intrínseco de que el lugar receptor constituye una tierra prometida. Es aceptar que tu nación es vista como una utopía para los menos afortunados.

Por otro lado, lo que sí es seguro es que México no debe reaccionar a la caravana migrante como lo ha hecho Estados Unidos —enfocado en evitar que “la peste” toque a su puerta. Parar su arribo antes de llegar a su frontera, no vaya a ser que las leyes humanistas diseñadas por gobiernos previos al ominoso personaje que ocupa hoy la Casa Blanca les otorgue alivio. Vergüenza y asco inspira que el país más poderoso y rico del mundo no muestre compasión y tenga temor de gente tan vulnerable.

México debe seguir actuando con apego a derecho y ayudar a los migrantes en lo posible. Y para quienes politizan este asunto y acusan a nuestro país de hacer el trabajo sucio a Estados Unidos les digo: cuándo apuntarán el dedo flamígero a gobiernos incapaces y corruptos que como el de México y otros países han obligado a sus ciudadanos a tomar la decisión radical de abandonar la tierra que aman para sobrevivir.

Twitter: @ARLOpinion