Génesis 18, 20-32: “No se enfade mi Señor, si sigo hablando”

Salmo 137: “Te damos gracias de todo corazón”

Colosenses 2, 12-14: “Les dio a ustedes una vida nueva con Cristo, perdonándoles todos sus pecados”

San Lucas 11, 1-13: “Pidan y se les dará”

Con frecuencia me preguntan qué es lo que más me ha sorprendido de los pueblos indígenas. Es cierto que es maravilloso su sentido de comunidad, su amor a la madre tierra, sus danzas, ritos y cantos, sus ceremonias tan llenas de signos y significados… pero lo que más me sorprende es su sentido de Dios. Viven en el ambiente de Dios. Todo se encuentra en relación con Dios. Y así la milpa, la lluvia, el terremoto, el sol… por todo hay que alabar y bendecir al Señor. En todo momento hay que pedirle y ofrecerle. Nuestra vida está en sus manos. Aunque ahora con el ataque despiadado del neoliberalismo, las nuevas generaciones desconcertadas van perdiendo estos sentimientos. “Nuestra vida toda está en manos de Dios y todo el día estamos haciendo oración al Señor”.

El pueblo judío, igual que nuestros pueblos, tenía un especial sentido de la presencia de Dios. Como lo podemos deducir de la primera lectura, Dios está detrás de todos los acontecimientos. Los fenómenos naturales, el día o la noche, la lluvia o la sequía,  todo tiene sentido delante de Dios y todos nuestros actos están en relación con Dios. No se entiende la vida sin Dios. Pero no es un Dios lejano, es un Dios con el que se puede dialogar, discutir, pedir, rogar. Ha llegado la modernidad y hemos perdido ese sentido de Dios y su providencia. No es que pretendamos ignorar los avances científicos o nos pongamos irresponsablemente en manos de Dios cuando debemos actuar nosotros. No es el sentido mercantilista del que prende una veladora y espera un milagro, no es comprar a Dios o renunciar a las propias responsabilidades, es vivir en la presencia y en manos de Dios lo que  nos enseña esta actitud.

Sin darnos cuenta hemos ido expulsando a Dios de nuestra vida, nos llenamos de cosas, de actividad, de preocupaciones  y evadimos disimuladamente a Dios. Siempre tenemos otra cosa más importante que hacer, algo más urgente o más útil. ¿Cómo ponerse a orar cuando uno tiene tantas cosas en qué ocuparse? Y así, nos acostumbramos a vivir “cómodamente” sin la necesidad de orar, pero llevando una vida cada vez más apagada e ineficaz.

San Lucas en su Evangelio nos da una rica enseñanza: Jesús siempre y en todos los momentos hace oración. Y no es que tuviera pocas cosas que hacer. Antes de escoger a sus discípulos, hace oración; antes de curar un enfermo, hace oración; antes de iniciar su vida apostólica, hace cuarenta días de oración. No es raro que el pasaje de este domingo nos lo presente haciendo oración. Y esto llama la atención de sus discípulos. ¿Qué verían en el rostro de Jesús que también quieren hacer oración? Cierto que había maestros de oración, como los hay ahora. Pero este ejemplo de Jesús mueve a los discípulos, y debería despertar en nosotros el deseo de aprender a orar.

Quizás sabemos alguna oración aprendida de pequeños que rezamos de vez en cuando.  Está bien, como una fórmula de inicio, pero no basta, se requiere mucho más. Y esto es lo que Jesús nos enseña. La oración no es una fórmula, la oración es la experiencia más hermosa de Dios que podemos tener. Por eso inicia así su oración “Padre”. “PADRE” es la palabra con la cual Jesús nos enseña a llamar a Dios. La noticia más bella que nos trajo Cristo es que Dios es nuestro Padre y que le agrada que lo tratemos como a un papá muy amado. San Pablo dirá: “no hemos recibido un espíritu de temor sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! (Rom 8,15). No tenemos a un Dios lejano, es un papá cercano. Ninguno de nosotros es un huérfano. Ninguno de nosotros se sienta desamparado; todos somos hijos del Padre más amable que existe. Y si tenemos un mismo Padre, somos todos hijos de Él, por lo tanto debemos reconocernos y amarnos como hermanos. Si lo llamamos “Padre”, amémoslo como a un buen Padre y no seamos faltos de cariño para con Él. Dios, pues, es un Padre que conoce muy bien todo lo que necesitan sus hijos y se deleita en ayudarlos y siente enorme satisfacción cada vez que puede socorrerlos. Él nos ayuda no porque nosotros somos buenos, sino porque Él tiene un corazón lleno de misericordia y generosos sentimientos. Quizás no nos habríamos atrevido a llamar a Dios, Padre, si Jesús no nos hubiera enseñado a llamarlo así. No lo olvidemos, la oración es el medio más seguro para obtener de Dios las gracias que necesitamos para nuestra salvación.

La experiencia de Dios como Papá  sólo Cristo nos la puede enseñar. La oración a Dios como Padre, Él nos la compartió. Él es el maestro, por eso necesitamos hoy también nosotros decirle: “enséñanos a orar”. Pero, a caminar se aprende caminando, a nadar se aprende nadando y a orar se aprende orando, cada día, a cada momento, en toda ocasión. ¿Acaso no podemos sentirnos amados a toda hora y en todo momento por Papá Dios? Pues hacer consciente este amor, es inicio de oración.

Pero sumergirnos en el amor de Dios no excluye el compromiso con los hermanos, sino todo lo contrario, nos compromete a pedir por ellos. Muy acorde con este texto el Papa Francisco nos descubre la riqueza de la intercesión: “Interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño. Es un agradecimiento constante por los demás… Cuando un evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y está deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los demás. Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre nos gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo”.

Nos quejamos de nuestro mundo, criticamos a toda institución, renegamos de cómo van las cosas, pero si el tiempo que dedicamos a renegar o a quejarnos sin sentido, lo dedicáramos a hacer oración, seguramente el mundo iría mejor y cada unos de nosotros también, porque nos sentiríamos más amados por Dios.

Padre, que a través de tu Hijo nos enseñaste a pedir, buscar y llamar con insistencia, escucha nuestra oración y concédenos la alegría de sabernos amados y escuchados, de sentirnos seguros en tus manos. Amén.