Periodistas

El asesinato de Miroslava Breach, de 54 años, el pasado 23 marzo al salir por la mañana de su casa a bordo de su automóvil, en la ciudad de Chihuahua, donde ejercía el periodismo como corresponsal del matutino La Jornada, de la Ciudad de México, demuestra el absoluto estado de indefensión de quienes ejercen la libertad de expresión desde la trinchera de un medio de comunicación, convirtiéndose en blanco fácil de los juegos del poder en el que se mezclan los intereses de una clase gobernante, empresarial y de la delincuencia organizada.

La historia de siempre, con sus diferentes tonalidades que han ido de menos a más, en cuanto a la impunidad para la realización de venganzas, al ser expuestos ante la opinión pública como parte de contubernios interminables e inconfesables.

Nada más fácil que usar la violencia extrema y luego el surgimiento de la verborrea oficial de que “constituye un atentado a la democracia”, de que “no quedará sin castigo”, que “nadie estará por encima de ley”, que “se dará un castigo ejemplar”, que “se aplicará todo el peso de la justicia”, de que “se hará justicia”, de que “no más crímenes de periodistas”.

Y a cada paso sangriento de un comunicador, el “Ya basta” de sus iguales, a los que queda el recurso de la protesta en las columnas, en las marchas, en los mítines, en los desplegados, todo, en torno a la exigencia de una justicia, que en la mayoría de los casos no ocurrirá en nuestro país, porque las autoridades los archivan y queda como capítulo anecdótico de la creciente corrupción en México.

Viene a mi mente, el recuerdo del amigo, colega y compañero en el diario Excelsior, de la capital del país, donde publicaba su columna “Red Privada”, el michoacano Manuel Buendía Tellezgirón, que sigue siendo hasta ahora uno de los periodistas más trascendentes en la historia de los medios de comunicación de México, en la segunda parte del siglo XX, quien sería asesinado a balazos por la espalda la tarde del 30 de mayo de 1984 por agentes de la Dirección Federal de Seguridad, que cuidaban de su vida por instrucciones del entonces presidente Miguel de la Madrid Hurtado.

El 24 de febrero de ese año sería la última vez que lo vería con vida. Nos reunimos a comer en el restaurante “Rafaello” de la Zona Rosa. Ahí estuvimos desde las dos hasta la cinco de la tarde, en el que tendría la amabilidad de dedicarme su segundo libro “La CIA en México” –el primero fue “Red Privada”-, de su autoría, que recopilaba sus escritos sobre el tema que había desarrollado por muchos años.

Trayectoria vasta, en los periódicos donde publicaría su trabajo profesional como columnista de “Red Privada”, en La Prensa, El Día, El Sol de México y los diarios de Organización Editorial Mexicana, la Agencia Mexicana de Información, El Universal y finalmente en Excelsior.

Un trabajo intenso y de alto riesgo por el periodismo de investigación que realizaba, en la que de manera cotidiana revelaba situaciones comprometedoras de gobernantes y políticos, y sus nexos deshonestos con empresarios, así como de corrupción sindical e intervención extranjera en el país, que le redituaba de manera constante la amenaza a su vida, a manera de advertencia para que dejara de hurgar “más allá de lo necesario” y que a principios de año le había empezado a preocupar, lo cual había llegado hasta el presidente de la República, que esa mañana lo había invitado a platicar en su oficina de Palacio Nacional.

Me platicaría que fue un diálogo muy cordial, en el que Miguel de la Madrid Hurtado le ofreció la implementación inmediata de un dispositivo de seguridad integrado por agentes de la entonces Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación, a cargo de Manuel Bartlet Díaz.

No me agradó la idea, comentaría, pero viniendo del Jefe del Ejecutivo Federal la acepté, con la condición de que no fuera aparatosa, que se hiciera con toda la discreción posible. Fue entonces cuando me indicó que a cuatro mesas de la nuestra, se encontraba una pareja de jóvenes, que para ese momento formaban parte de su escolta personal.

Sabía, porque en otra ocasión me lo había informado, que tenía un permiso especial de la Secretaría de la Defensa para portar una pistola, que por cierto manejaba con toda destreza, por lo que me afirmaría que para que lo mataran, tendrían que hacerlo a traición, por la espalda, porque de frente tendría la posibilidad de repeler cualquier agresión.

Así como lo pensó, ocurriría, más nunca se imaginó Don Manuel que sus asesinos serían los propios guardias ordenados por el presidente De la Madrid Hurtado, la tarde del 30 de mayo de 1984, en el estacionamiento donde tenía su oficina en la Zona Rosa del Distrito Federal, cuatro días después de haber cumplido 58 años de vida.

Los noticieros de diario darían a conocer el atentado-ejecución, minutos después de ocurrido. Así me enteraría, cuando me encontraba por los rumbos de la Ciudad Universitaria de mi Alma Mater, la UNAM, donde por cierto el maestro Buendía Tellezgirón impartía clases a los alumnos de la carrera de Ciencias de la Comunicación.

Recordé de inmediato la confesión de amigo de Don Manuel, hacía apenas tres meses, por lo que me pregunté, ¿dónde estaban los agentes de la Dirección Federal que lo custodiaban para proteger su vida? ¿Por qué no, por lo menos, dispararon en contra del o los agresores que según los primeros informes habían huido a bordo de una motocicleta?

Los reportes iniciales de lo ocurrido, precisaban que fue un solo pistolero el que disparó su arma a la espalda del periodista y que con ella en la mano salió del estacionamiento para abordar el transporte que le esperaba en la calle y perderse inmediatamente por las calles de esa céntrica zona de restaurantes y bares, preferida por políticos y turistas.

Ahí empezarían mis sospechas acerca de los autores intelectuales y materiales del crimen, que se confirmarían sólo hasta ocho años, ocho meses y 15 días después, en que se encontrarían a cinco personas culpables de la muerte de Don Manuel, encabezadas por José Antonio Zorrila Pérez, para entonces ex director de la Federal de Seguridad, como intelectual y como coautores a los comandantes Juventino Prado Hurtado y Raúl Pérez Carmona, además de los agentes Juan Rafael Moro Ávila Camacho y Sofía Marysia Naya Suárez, éstos últimos por el delito de homicidio calificado. Todos alcanzaron sentencias por 25 años de prisión.

Por aquellos días, surgirían las condenas por el asesinato de Manuel Buendía Tellezgirón, desde el presidente de la República, los miembros del Gabinete, periodistas y todo tipo de grupos sociales. Al unísono el castigo, justicia y demás discursos clásicos.

Se armaría todo un show para borrar huellas del llamado “Caso Buendía”, que pasaría por las manos de los titulares de la Procuraduría de Justicia de la capital nacional, Victoria Adato, Renato Sales Gasque, así como Ignacio Morales Lechuga, que sumarían 298 hipótesis sobre los posibles autores intelectuales y materiales del asesinato.

Vuelta a vuelta, para llegar al mismo punto de partida y “descubrir” que los criminales eran de casa, y que la orden de eliminación pudo haber venido, queda aún la duda, de lo más alto.

A casi 33 años de la ejecución de Don Manuel, ocurre la de la destacada periodista chihuahuense Miroslava Breach, que trasciende al país y al mundo con mayor impacto dada la inmediatez de la información, al ejemplificar la indefensión en que se ubican los comunicadores en México en la segunda década del siglo XXI, y que en la mayoría de los casos se acumulan en el archivo del olvido por parte de autoridades federales y estatales indiferentes a propósito.

El gobernador de Chihuahua, Javiel Corral, sabía de las amenazas que en las últimas semanas había recibido Miroslava, pero nada hizo para protegerla, con lo que en automático se convierte en cómplice de quienes ordenaron y ejecutaron.

En los meses recientes, la corresponsal de La Jornada había llevado a cabo investigaciones que le permitieron publicar en el rotativo de la Ciudad de México, reportajes sobre la actividad del crimen organizado y específicamente del narcotráfico en la entidad.

No la querían viva y un sicario, protegido por otros dos, se encargó de ejecutarla con ocho disparos de arma de fuego calibre 38, en presencia de su hijo, cuando lo llevaba a la escuela, a las siete de la mañana.

¿Hasta dónde los contubernios que descubriría como profesional del periodismo Miroslava, y que por seguridad no publicaría, pero que verían en ella una amenaza latente para sus poderosos intereses en juego?

¿De qué sirven hoy las condenas del gobernador Javier Corral, por el atentado, si en sus manos tuvo evitarlo? Crimen en medio de una escalada de violencia en Chihuahua, para disfrazar la ejecución de la respetada periodista, cuyo expediente pudiera correr el riesgo de ser ubicado pronto en el archivo del olvido.

Tragedia en el gremio periodístico que se suma a otras dos más sólo en el mes de marzo de 2017. La segunda, cuatro días antes, en el estado de Veracruz, donde también sería ejecutado a balazos Ricardo Monlui, además de Cecilio Pineda, en Guerrero, el día 2.

Otra vez la repetición de “acciones de la justicia”, al ser atraídos los tres homicidios por la Procuraduría General de la República, mediante la intervención de grupos especializados de agentes y peritos criminalísticos para esclarecerlos.

Muertes que se volverán impunes, siguiendo la consigna de siempre de hacer como que se hace y no hacer nada para resolverlos, como consta en el registro nacional de atentados contra comunicadores, evidenciando que ser periodista en México, es un trabajo de alto riesgo en el continente americano.

Estadísticas que precian que del año 2000 a la fecha, han sido asesinados aproximadamente 90 comunicadores, entre reporteros y fotógrafos, que según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos

convierte a México en el país más peligroso de esta Región continental del mundo, para ejercer la profesión.

Más de un 98 por ciento de los asesinatos de periodistas mexicanos, ocurridos en las últimas décadas, se mantienen impunes y encarpetados, no obstante la exigencia de familiares y colegas de encontrar motivos y culpables para sus ejecuciones.

Con el de Miroslava Breach, la Comisión Nacional de Derechos Humanos México revela que de enero del año 2000 al 23 de marzo de 2017 han sido 123 los comunicadores muertos en el territorio nacional -13 han sido mujeres-, de los cuales 20 se han registrado en el estado de Veracruz, que la convierte en la entidad más peligrosa para ejercer el periodismo. Se mantienen desaparecidos también 20 periodistas y se han cometido 20 atentados contra instalaciones de medios de comunicación.

Del global de homicidios en los últimos 17 años, 30 corresponden a los cuatro años tres meses de la Administración del presidente Enrique Peña Nieto. Y por si hacía falta, el reporte de que de 2010 a 2016, la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos Contra la Libertad de Expresión, de la Procuraduría General de la República, inició 800 Averiguaciones Previas, de las cuales el 99.7 por ciento, quedaron sin castigo.

En nuestro país, la realidad rebasa en mucho al discurso del Gobierno de la República y de aquellos estados donde impera con mayor crudeza la violencia extrema contra periodistas. Indefensión que no se corrige y que hace difícil el ejercicio de una libertad de expresión cada vez más amenazada por una corrupción impune, que todo lo puede.

Premio Nacional de Periodismo 1983 y 2013. Club de Periodistas de México.

Premio al Mérito Periodístico 2015 del Senado de la República y de Comunicadores por la Unidad A.C.