Indefensión y burla

El silencio de aquella madrugada de finales del mes de julio de 1980, fue roto por el estremecedor ruido generado por el metal incrustado en las suelas de las botas de varios contingentes de soldados del Ejército Mexicano, que a paso veloz avanzaban por las calles del Centro Histórico, aledañas al majestuoso Palacio Municipal construido en 1929.

Eran las tres de la mañana del fresco amanecer del trópico en Tapachula. Los militares vestían pantalón color verde olivo y camiseta blanca. Sin casco protector de combate, pero todos con macana en mano, mientras algunos portaban armas largas en la vanguardia y retaguardia.

Lo mismo se movilizaban desde la bajada del mercado Sebastián Escobar, por la tercera poniente que de la sexta norte, en ambos sentidos, mientras otros lo hacían frente al histórico edificio, procedentes de la parte central del Parque Miguel Hidalgo.

Nadie más que ellos, empuñando sus armas y entonando una estrofa de cántico militar que hacía más dramático el momento, mientras sincronizadamente se desplazaban hacia la entrada principal del inmueble que se mantenía cerrado, pero que ante presencia militar, las mujeres que adentro se encontraban resguardándolo, empezaron a gritar y a llorar, al apoderarse de ellas la histeria.

En el interior del inmueble se mantenían de guardia más de dos centenares de militantes del entonces Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), que en protesta por los resultados adversos a su candidato en la elección municipal de días atrás, se habían posesionado pacíficamente de la sede del Ayuntamiento.

Ahí estaba el ahora columnista, acompañado por Francisco León Sardaneta, fotógrafo, con la misión de cubrir la información, enviados por el periódico Excelsior de la Ciudad de México, una vez que los parmistas encabezados por Luciano Filemón Rosales Tirado, habían tomado por asalto la Alcaldía, en demanda del reconocimiento de su abanderado, como triunfador de los comicios, argumentando que su rival del Partido Revolucionario Institucional, el diputado federal con licencia Antonio Cueto Citalán, había cometido fraude al rellenar urnas de votos a su favor.

Insurrección de la militancia del instituto político, ya desaparecido, que tenía como símbolo el monumento a la Revolución Mexicana, ubicado en la Plaza de la República, en la capital del país, que había trascendido por la trayectoria de Cueto Citalán, nacido en Tapachula, como “Alquimista del PRI”, en la mayoría de los eventos electorales en el territorio nacional, siempre con resultados tan favorables que hoy se recuerdan como los del “carro completo”.

El personaje de las ligas mayores de la política mexicana, no daba crédito a lo que le ocurría, pues en su ciudad natal, considerada la capital económica de Chiapas por su elevada productividad agrícola, el PARM nunca había participado en una contienda estatal y menos municipal, por lo que sospechaba que en su propio terruño alguno de sus enemigos de la dirigencia nacional de ese partido, le estaba cobrando una factura pendiente.

Estaba convencido de no haber perdido la Presidencia Municipal, pues su campaña estuvo impregnada de los recursos económicos, que a manos llenas le entregaría su compadre el gobernador interino Juan Sabines Gutiérrez, quien desde su despacho en el Palacio Estatal de Tuxtla Gutiérrez, estaba molesto porque un puñado de opositores lo ponía en evidencia como mandatario.

Y es que Sabines Gutiérrez, al igual que Cueto Citalán, tenían toda la experiencia, como para haber sido sorprendidos por los parmistas. Juan había sido alcalde de la capital de la entidad, diputado federal, secretario general del PRI nacional, senador de la República y finalmente titular del Poder Ejecutivo chiapaneco.

El ego estaba por los suelos de los prestigiados políticos, más cuando fracasaron todos los intentos de negociación con los invasores, que no estaban dispuestos a reconocer su derrota y que la única forma de llegar a un arreglo para retirarse del edificio, era que su ungido Luciano Filemón Rosales Tirado, recibiera el documento que lo acreditaba como edil electo constitucionalmente.

Una hora después de que se habían introducido en la sede del poder municipal, un contingente armado de tropas del Ejército, llegaría al lugar, bloqueando de inmediato el acceso principal y acordonando el entorno, para intimidar a los invasores.

Alejandro Iñigo, jefe de Información de Excelsior, me llamaría a su oficina para darme la instrucción de desplazarme con un fotógrafo, Francisco León Sardaneta, a Tapachula. Me diría, “nadie mejor que usted para estar ahí, porque conoce bien a sus paisanos”.

Por la mañana del día siguiente estábamos en el lugar de la noticia política del momento. Al acercarnos a la entrada principal y luego de identificarnos como periodistas enviados por “El Periódico de la Vida Nacional” nos salió al paso un soldado que nos puso su arma larga con bayoneta calada sobre nuestro pecho, bajo la mirada de un oficial de alto rango que asentía sonriente la agresión.  

Le reclamamos al jefe del operativo militar que había dado la orden, pero su respuesta se convirtió en amenaza: “Miren cabrones, más vale que se retiren y no se metan en pendejadas”.

De nada sirvieron nuestros argumentos de que estábamos ahí realizando un trabajo profesional, como representantes de un medio de comunicación impreso de la Ciudad de México. Su respuesta sería: “A mí me vale madres, háganle como quieran, pero va por su cuenta”.

Ese segundo día transcurriría en calma, aunque dentro del inmueble, sus ocupantes empezaban a sentir los estragos del bloque militar que les impedía alimentarse. Lo harían con lo poco que habían podido llevar consigo, que cocinaban con fogatas hechas con la madera de algunas sillas.

Al tercer día del sitio castrense sobre los parmistas inconformes, llegaría a Tapachula el general José Hernández Toledo, jefe de la Región Militar de Chiapas, quien haría su entrada triunfal al parque central, acompañado de su Estado Mayor y del comandante de la Plaza, para ubicarse exactamente frente al Palacio Municipal y observar los movimientos del enemigo potencial.

Sí, se trataba del mismo que el 2 de octubre de 1968, comandó y ordenó a los soldados del “Batallón Olimpia”, que en la Plaza de las Tres Culturas, en la unidad habitacional de Tlaltelolco, del Distrito Federal, dispararan sus mortíferas armas en contra de miles de jóvenes de las comunidades de la Universidad Nacional Autónoma de México, del Instituto Politécnico Nacional, Preparatorias y Vocacionales, así como de otros centros de enseñanza privada, que demandaban un México más justo y democrático.

Al verlo, nos acercamos con mi compañero fotógrafo, para informarle de lo que nos había ocurrido el día anterior con sus subordinados, por considerarlo un acto arbitrario y de absoluto abuso de poder, no solo contra nosotros sino para la gente que se atrevía a llegar hasta ellos.

Observamos la cara de disgusto del coronel, con rasgos físicos semejantes a los del militar dictador chileno, Augusto Pinochet, más aún cuando su jefe el general Hernández Toledo, le ordenaba de inmediato que los soldados quitaran la bayoneta de sus ametralladoras, lo cual acataría de inmediato.

La presencia en Tapachula, obedecía a la instrucción del secretario de la Defensa, de trasladarse al lugar, una vez que a petición del gobernador Juan Sabines Gutiérrez, el presidente José López Portillo había dispuesto la intervención de las tropas para desalojar a los insurrectos que retaban abiertamente el poder del Estado

La orden estaba dada y el reportero se enteraría de la ejecución del operativo gracias a la información confidencial que precisaba el día y hora en que se llevaría a cabo, proporcionada por mi amigo, el ex alcalde y entonces presidente del PRI estatal, Antonio Melgar Aranda.

Una “Operación desalojo” que se pospondría 24 horas, debido a que el Primer Mandatario visitaría al día siguiente la entidad, por lo que se emitiría la advertencia de que “no hubiera olas” que enturbiaran la gira.

Sería hasta la madrugada del quinto día en que personalmente el general Hernández Toledo, dirigiría la acción de las tropas, emulando su estrategia de 1968, de acordonamiento y cerrazón gradual del área a atacar.

Por ello, el impacto psicológico entre los parmistas que entrarían en pánico ante el avance de los soldados a las tres de la madrugada, pues nunca habían vivido una situación semejante en su vida como ciudadanos.

Ahí estábamos apostados desde la medianoche. Eramos los  únicos periodistas que cubríamos el momento que marcaría por siempre a la ciudad más importante de la Frontera Sur.

Apoyados en gruesos maderos, los militares abrieron a golpes la gran puerta de acceso al Palacio Municipal, para ingresar e iniciar su salvaje tarea represiva a hombres y mujeres, que confiados en que su movimiento era justo, empezaron a ser golpeados sin misericordia.

Desde afuera escuchábamos los gritos desgarradores y llantos de los militantes del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, pidiendo a los militares que no los agredieran, pero su ruego era inútil, mientras se dejaban escuchar disparos.

El contingente uniformado nos impedía el paso al interior del recinto edilicio, de donde empezaron a sacar cuerpos inermes para subirlo a los camiones del Ejército, en tanto a las mujeres que se resistían las arrastraban de los cabellos hacia la calle, donde las seguían masacrando con sus macanas.

Las escenas por demás impresionantes por los rostros y cuerpos ensangrentados, empezaron a ser fotografiadas por el compañero Francisco León Sardaneta, quien cometería el error de utilizar flash para captar mejor las imágenes.

Me encontraba a unos pasos, cuando vi que un par de soldados se acercaban a él, blandiendo sus macanas para golpearlo. Fue entonces cuando grité “¡Somos Periodistas de Excelsior!”, al tiempo

que le exigía respetar nuestro trabajo.

Frenaron su intento de agredirlo, pero le arrebataron las dos cámaras y su bolsa con el equipo complementario, llevándoselas a su comandante.

Al acercarme más, un oficial me cuestionaría: “¿Así que usted es el periodista de Excelsior que ofendió a mi coronel?, para seguidamente dar la orden: “Pártanle la madre a este hijo de la chingada para que no ande metiéndose con el Ejército Mexicano”.

Retrocedí, pero para ese momento, por la espalda, dos soldados me golpearían con su macana. Uno de ellos me pegó en la parte derecha de la cabeza, derribándome, mientras otros dos me golpeaban la espalda con el cañón de sus ametralladoras. Ya en el suelo, me patearon, mientras sangraba de la nariz y el oído.

La afrenta estaba cobrada tanto a los que creyeron que su voto sería respetado, como para el periodista que se atrevió a levantar la voz para inconformarse por la actitud arbitraria, de quienes escudándose en un uniforme abusaban de su poder con sus armas.         

Excelsior publicaría al día siguiente en portada el atentado cometido contra sus reporteros por elementos del Ejército Mexicano y a quienes fueron desalojados violentando la ley, del Palacio Municipal de Tapachula. Condena en su editorial al atentado, exigiendo justicia. Pero nada pasó y el asunto quedaría archivado en la larga historia de la impunidad en México.

Premio Nacional de Periodismo 1983 y 2013. Club de Periodistas de México.

Premio al Mérito Periodístico 2015 del Senado de la República y de Periodistas por la Unidad A.C.