Cuando en 2016 Donald Trump ganó las elecciones en su país se fracturó una certeza acumulada: que la globalización había ya cambiado los términos de la soberanía y que las fronteras cada vez más abiertas de los Estados nación abrían la puerta a un tránsito de proporciones epocales. Las uniones supranacionales que han surgido en el hemisferio occidental y en el Pacífico, así como el creciente rol de China en la economía mundial marcan la pauta hacia formas de integración comercial sin precedente. Estos procesos corren paralelos a transformaciones culturales y étnicas profundas. La idea de un mundo con menos fronteras y obstáculos para la circulación de bienes, personas, ideas y costumbres se volvió moneda de curso. Pero estos cambios produjeron sus anticuerpos en grupos y regiones que percibieron en ellos su propia destrucción. Como dirían los clásicos “el viejo topo de la historia nos dio un mentís”; fuerzas que no eran visibles más que de modo fragmentario se unificaron no bien se percataron de que, aunque dispersos, son muchos y comparten los mismos problemas y valores: “invasión” de migraciones étnica y culturalmente diferentes, pérdida de empleos a manos extranjeras, aparición de “extraños” en las comunidades imaginadas ancestrales, erosión de los símbolos y mitos fundacionales de la nación.

Apareció, así, un deseo profundo de liberación del “imperialismo de la globalización”. Por más contradictorio que parezca, Donald Trump, Marine Le Pen, Theresa May (y Boris Johnson); la derecha alternativa (“alt-right”) se exhiben como paladines de la causa justa, antiimperialista, de los oprimidos y, de pasada, imponen las ideas y políticas (o antipolíticas) más retardatarias de los últimos tiempos. No es coincidencia. La globalización promovió la movilidad del capital financiero y la ultraconcentración de riqueza a través de mercados carentes de autoridad y representatividad política democrática y al mismo tiempo toleró, permitió y fomentó la emergencia de demandas de diversidad, tolerancia y libertad de creencias y modos de vida. “Vive la difference” se ha vuelto la divisa generalizada.

Contra ella se ha levantado la nueva ortodoxia que pugna por hacer retroceder la tolerancia y la libertad renombrándolas como formas de permisividad y perversión. En Estados Unidos es especialmente notable la agudización del fanatismo religioso en la política y los políticos. Si bien la religión ha tenido una presencia fuerte en la vida pública de ese país, hoy enseñan los dientes el irracionalismo y sus corrientes, tales como el creacionismo, que busca apoderarse de los contenidos de la enseñanza, así como el combate abierto al conocimiento científico y la libertad de pensamiento. Si la derecha estadounidense es capaz de proclamar en público su rechazo al liberalismo político hay que imaginar lo que piensan, dicen y transmiten en privado, para tener una cabal idea de la utopía regresiva a la que aspiran. Lo dijo Steve Bannon en el Congreso del Frente Nacional: “la historia está de nuestro lado y nos traerá la victoria […] Nuestro querido presidente Trump ha dicho: ‘ya tuvimos suficiente de los globalistas’ […] Luchas por tu país y te dicen racista. Pero ha llegado el día en que esos insultos ya no funcionan… Dejen que los llamen racistas, xenófobos o lo que sea, lúzcanlos (esos epítetos) como medallas”.

Trump es el adalid del proteccionismo, el conservadurismo y el renacimiento de lo políticamente incorrecto. Busca una legitimidad nueva para deshacer el legado de Obama y de todo vestigio de políticas y posturas progresistas en Estados Unidos y, si puede, contagiar al mundo. Quiere destruir la sociedad abierta y el gran triunfo humano sobre la fatalidad de la historia y no repara en ningún medio para hacerlo. ¿Tendrá éxito?

@pacovaldesu