Dos fotografías de Moisés, mi padre, se exhiben en el espléndido Museo de la Memoria y Tolerancia. Ataviado con el elegante uniforme de las milicias mira con seriedad al fotógrafo; así debía ser, era soldado polaco, representaba a Polonia, su patria. Su cabeza la cubre un hermoso sombrero, alto, seguramente de fieltro. La foto, sin datar, fue tomada, calculo, entre 1936 y 1937. En esa época Moisés tenía 23 o 24 años.

El museo es espléndido y necesario. Es espléndido por ser incluyente y universal. En sus salas se reproducen, en números y palabras, las historias de los genocidios en el siglo XX y lo que va del presente. Guatemala, Ruanda, Yugoslavia, y Darfur, así como los genocidios contra armenios y el Holocausto retratan las inenarrables matanzas y la maldad ilimitada del ser humano. Caminar en las salas y enterarse o repasar las masacres duele, incomoda y cuestiona: ¿de qué sirven memoria e historia? De poco cuando se ignoran o minimizan. De nada si se desprecian: negar y deformar la historia no debería ser posible. No debería, pero es cotidianeidad.

Moisés, mi padre, viene a colación por la reciente aprobación en Polonia de la ley del partido ultranacionalista polaco Ley y Justicia sobre algunos de los sucesos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial. De acuerdo a la nueva ley, quien sugiera que la nación polaca fue cómplice de los crímenes del Holocausto será castigado con hasta tres años de cárcel.

Los polacos y sus gobernantes se apoyan en ciertos argumentos para defender su postura. A partir de ahora queda prohibido hablar de “campos de exterminio polacos”. La mayoría de los campos fueron creados por los alemanes/nazis en tierras polacas, por comodidad, para no manchar su casa y quizá, porque Polonia concentraba la mayor población judía antes de la Segunda Guerra Mundial. De los tres millones de judíos polacos; sobrevivieron 380 mil.

Los polacos y sus gobernantes desdeñan y deforman la historia. Regidos por el partido ultranacionalista, que desprecia y castiga manifestaciones u opiniones contrarias a su fe, como la homosexualidad, el derecho a abortar y el desprecio hacia los refugiados, la nueva ley podría fomentar corrientes ultras, cada vez más vivas en el país y en muchas naciones europeas. Fomentar el negacionismo en tiempos tan convulsos como los actuales, en donde los refugiados son maltratados ad nauseam, es amoral y peligroso: los miembros y simpatizantes del partido ultraconservador que rige el país, poco necesitan para multiplicar sus odios y difundir el rechazo hacia los otros, hacia todo lo que no concuerde con los derroteros del partido.

Huelga decir que no fueron los polacos los responsables del nacionalsocialismo; no huelga reconocer y recordar con admiración y gratitud a los incontables polacos que protegieron a judíos, en ocasiones, a costa de sus vidas. Al lado de esos actos heroicos, tal y como lo han demostrado diversos documentos, “un número terriblemente alto de polacos denunciaron o asesinaron a sus vecinos judíos y participaron en pogromos durante y después del conflicto”. Un ejemplo: Jedwabne.

En Jedwabne, pueblo al sur de Varsovia, convivían pacíficamente, desde 1770, católicos polacos y judíos polacos; la mitad de los habitantes eran judíos. En 1941, en plena guerra, los vecinos polacos armados con machetes, cuchillos y hachas sacaron de su casa a los judíos, masacrándolos en las calles. Horas después obligaron a un número indeterminado a entrar en un granero al cual se le prendió fuego. Se calcula que fueron asesinadas entre 500 y 1600 personas en unas cuantas horas. Todas las propiedades judías fueron expoliadas y repartidas. Los nazis quedaron sorprendidos del acto. Grabaron videos donde se demuestra que los polacos efectuaron la masacre.

Regreso a mi padre. Él vivió como polaco judío. No había conflicto entre esa dualidad. En el ejército funcionó como soldado al servicio de su patria. Justo al estallar la Segunda Guerra Mundial, sus compañeros de la milicia lo golpearon y le hicieron saber que no era polaco, sino judío. Cuando tuvo la oportunidad, consiguió ropa de civil y una bicicleta con la cual huyó. Lo que siguió es otra historia.

Andrzej Duda, el presidente polaco, busca recuperar la dignidad de su pueblo. Castigará a quienes hablen de “campos de exterminio polaco”. La dignidad es un bien preciado. El odio contra los refugiados, la intolerancia hacia la comunidad gay, el rechazo absoluto a las organizaciones que abogan por el aborto, y el ascenso del antisemitismo son indignos de un presidente y un gobierno que hablan de dignidad.