El entierro de un santo

Pocas veces se tiene la oportunidad de asistir al sepelio de una persona que años más tarde se convertirá en santo.

El sábado pasado se cumplieron 39 años del entierro de monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980 por integrantes de los temibles escuadrones de la muerte al mando del mayor retirado del ejército salvadoreño, Roberto d’Aubuisson.

La noche del lunes en que sus asesinos le quitaron la vida con una certera bala en el corazón y equívocamente pensaron que lo habían matado –“si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”, había dicho monseñor varias veces-. Me encontraba en la colonia Zacamil, relativamente cerca del hospital para cancerosos llamado de la Divina Providencia, en la capital del país, en cuya capilla oficiaba él una misa.

Después de ser velado una semana en la catedral metropolitana, a la que acudieron decenas o cientos de miles de católicos para despedirlo y ver su rostro por última vez, las autoridades eclesiales dispusieron que fuera sepultado en ese templo el domingo 30 de marzo.

A mis 17 años de edad yo no era conciente, como muchos miles tampoco lo eran, de los peligros a los que uno se exponía al acudir al sepelio. No recuerdo cómo me puse de acuerdo con dos vecinos mayores, los hermanos Juan y Mario Hércules, y temprano ese domingo partimos hacia la capital. Devota de monseñor que todavía no era santo, mi madre, María Evangelina Tobar Serrano, ahora a punto de cumplir 90 años, había salido poco antes sin saber que yo asistiría, lo que aminoró de algún modo su angustia.

Como miles y miles de católicos subimos a los buses que de la provincia viajaban ese día abarrotados hacia la capital para asistir a darle el último adiós a Romero.

La misa, a la que asistieron jerarcas católicos de diferentes países y representantes de distintos gobiernos, fue oficiada por la mañana, ante más de cien mil personas que abarrotaron la plaza Gerardo Barrios, situada frente a la catedral y del otro lado, al Palacio Nacional, y sus alrededores.

Ya había comenzado la celebración cuando del lado norte de la catedral se acercaba una multitudinaria manifestación de obreros, campesinos y estudiantes, brazo político de las agrupaciones guerrilleras que ya operaban en el país.

Poco antes de que la marcha llegara a la catedral comenzaron a sonar los primeros disparos, que según algunos provenían del Palacio Nacional y otros que de los manifestantes.

En ese momento se hizo el caos. Los miles y miles de católicos que escuchaban la misa trataron de huir, pero era imposible dar un paso. Unos cayeron sobre otros. Varias personas murieron en el intento al ser aplastadas por la multitud o cuando trataron de saltar las bardas metálicas. “Calma, pueblo, calma”, clamaba Juan Hércules levantando las manos, pero nadie hacía caso a nadie ni a nada. Juan, Mario y yo nos mantuvimos unidos casi en el centro de la plaza, mientras la balacera arreciaba cerca del Palacio Nacional.

El humo de las llantas que ardían en las barricadas colocadas por los grupos guerrilleros en diferentes calles para permitir la salida de la gente del centro de la capital, inundaba el ambiente y las bombas tronaban por todos lados. Caminamos muchas cuadras para tomar el transporte de regreso.

Había personas muertas en el piso, cientos o miles de zapatos sin par tirados en toda el área; miedo, mucho miedo, era lo que esa mañana histórica se respiraba. En la catedral, los jerarcas católicos habían sepultado a toda prisa el cuerpo de monseñor Romero, sin que concluyera la misa, ante los rumores de que los guerrilleros pretendían robar el cadáver.

El saldo de esa jornada fue de entre 30 y 40 muertos, entre católicos que escuchaban la misa y manifestantes que participaban en la marcha, entre ellos Nelson Gallegos, joven estudiante originario de Opico, mi pueblo, miembro del Movimiento Estudiantil (MERS), en el que participé sólo en algunas sesiones de bajo nivel, que tenía el ideal de que algún día las cosas cambiaran en el país y que hubiera una igualdad que está lejos de llegar.

Muchos no fuimos conscientes en ese momento histórico de que con el asesinato de Romero y los hechos sangrientos sucedidos en su sepelio, iniciaba la guerra abierta de 12 años entre el ejército salvadoreño y los diferentes grupos guerrilleros que luego conformarían el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), ahora partido político en el poder (hasta el 1 de junio próximo), con resultado de más de 75 mil muertos y una terrible destrucción material del país. La guerra civil es lo peor que le puede pasar a una nación.

Con la desaparición física del arzobispo se esfumaba la barrera de contención que de algún modo había evitado un baño de sangre con las denuncias de las atrocidades que entonces cometían casi por igual los escuadrones de la muerte del ejército guanaco y la guerrilla.

Fue así como la represión se generalizó y se cerraron las puertas de un posible acuerdo para pacificar el país para evitar la guerra, lo que un año después, el 10 de marzo de 1981 me orilló a salir hacia México junto con mis primos Jacob y Noé Henríquez Menjívar en busca de oportunidades de trabajo, pero, sobre todo, para salvar la vida. Dejamos todo: familia, amigos, costumbres, recuerdos, ilusiones, sueños, pero el destino nos premió porque dos días después estábamos ya en San Cristóbal de Las Casas, en la casa episcopal, residencia del obispo Samuel Ruiz García, de feliz memoria, y en menos de un mes ya teníamos trabajo. Años después formamos nuestras respectivas familias, menos Noé que se regresó.

Ya en estas tierras nos tocó vivir la noticia de la canonización de monseñor Romero, que desde el 14 de octubre pasado se convirtió en santo de la Iglesia Católica.

Muchos de los que asistieron a su sepelio ya no están para contar lo que pasó hace 39 años, por lo que esta Rotonda Pública ha querido traer a la memoria ese suceso doloroso de la vida política y religiosa del país centroamericano y del entierro de un santo. Fin.