Sembrar las piedras

¿Y usted a quién admira? Confiéselo y su estatura se hará evidente. No habrá manera de recular. ¿A un futbolista, a un famoso de la televisión, a los millonarios, a un narcotraficante? Existen un cúmulo de personas extraordinarias —incluso a nuestro alrededor o por más modesto que sea nuestro cautiverio o vecindario— carentes de fama y puntualmente anónimas que, sin embargo, poseen cualidades que hemos dejado pasar inadvertidas, ya que nos deslumbra el ruido de los medios, las luces de los escenarios impuestos, los famosos, la joven baladí cuya bemba ha aparecido en alguna página virtual, el joven apuesto que comienza a entonar insultos y melodías y cuyos ojos de batracio nos son repetidos como un virus malsano. Esclavos de las denominadas tendencias nos llevan a carretadas dentro de un vagón blindado para marchar hacia una dirección no planeada por nuestros medios intelectuales o desde un pensamiento propio. El sólo hecho de imaginar el desperdicio que hacemos de los talentos de real gravedad, de quienes podrían comenzar una conversación o polémica intrigante, fecunda con cualquiera de nosotros, me hace despotricar y eso que la rabia ya no me domina puesto que ésta se ha diluido en la vida cotidiana y en la observación de las manías propias y ajenas. A los perros ya no nos toca ladrar.

El primero de abril murió Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019), el escritor, lingüista y filósofo español nacido en Roma y a cuyas lecturas llegué por consejo de Leonardo Da Jandra. Yo preferí sus ensayos a sus relatos y novelas entre las cuales destacaron con justicia Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951) y El Jarama, novela ésta realista, mas nunca tremendista como ha sido normal en varios periodos de la literatura ibérica (en El escudo de Jotán se hallan reunidos sus cuentos). Yo leía puntualmente sus artículos periodísticos y sus ensayos con el fin de entablar conversación pese a su estilo concentrado, denso, a veces críptico y eminentemente sabio. En esta columna cité La homilía del ratón y Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado. Lo admiraba porque se sentaba a mi mesa, aunque nunca lo conocí personalmente. La obra es la obra más su circunstancia, y dentro de esta circunstancia está el escritor, que es la mancha que da vida, la locura que propicia la cordura, la piedra que hace camino porque se mueve en cuanto la empujas. Yo he perdido el tiempo a manos llenas, me he descarrilado por mero placer e intuición, pero también he intentado no perderme la voz de algunas personas que son admirables de principio. Soy un limosnero con cierta afición a las obras finas del pensamiento. Un amateur que calienta la banca, pero que aún así disfruta el partido. Y también, en ocasiones, me paso el tiempo escuchando las anécdotas de algunos meseros de cantina, ya que estoy seguro de que mi experiencia sobre la necedad humana no se compara a la de ellos. Allí también caliento la banca y consumo agua del vestidor, y ello sin sudar demasiado.

Hay que saberlo todo, intentar saberlo todo, leer todos los libros que puedan afectarnos o agoten un tema, clamaba Michel Foucault, hecho por demás imposible, menos hoy que estamos tan ocupados aplaudiendo o insultando a tanto botarate y que no nos damos el tiempo necesario para admirar a la liebre que corre a su antojo y que nos obsequia el trazo de su camino, el sendero forjado en la sensibilidad tan decidida a conservar la puerta abierta. Sánchez Ferlosio obtuvo premios importantes; el Cervantes entre ellos. Pero los premios son accidentes y quien se ufane de algo así es que aún no ha terminado de nacer. Lo que deseo resaltar, finalmente, es que arrojamos a la atarjea tantas voces y perspectivas sobre el mundo experimentado —que no provienen de lo obvio— que no nos queda más que tomar el futuro como un naufragio anunciado. Es probable que me esté dando por la quejumbre, pero si es así lo tengo bien merecido, puesto que las esperanzas son lo primero que hay que llevar al cadalso. Y ya sobre el erial o terreno baldío intentaremos sembrar las piedras. ¿O hay otra manera?