Ya no sé. No sé si predomina el miedo, la inquina, la desesperanza, la impotencia, el dolor, el hartazgo, el desasosiego o la certeza de un país roto, cada vez más roto, donde el presente suma más destrozos que el pasado y donde el futuro carece de futuro.

Las palabras acumuladas en calles, en cafeterías, en medios de transporte, en llamadas telefónicas, en la prensa, entre amigos y en la radio sobre el asesinato de los tres estudiantes secuestrados hace un mes, de nada sirven a familiares y compañeros. De nada sirven: sus hijos, hermanos, primos y cómplices están muertos. Muertos cuando apenas ayer vivos. Muertos cuando no deberían estarlo. Muertos en la flor de la vida. Muertos un poco un día, otro tanto al día siguiente, y así, sin parar…

Vejados, maltratados, humillados, violados, golpeados, mal alimentados, aterrorizados. No sabemos ni cuánto ni cómo, ni imaginamos el miedo y el dolor al estar en manos de los asesinos. Imposible entender el significado de una hora cuando se ignora, pero seguramente se intuye, que la siguiente será peor. Contemos. Entre su “desaparición”, 19 de marzo, y el día de la muerte —se ignora la fecha—, transcurrieron, ¿uno, dos, tres, cuatro, diez, veinte, o más días? Multipliquemos. Veinticuatro horas por veinte días: cuatrocientas ochenta horas. Los jóvenes pasaron cuatrocientas ochenta horas aterrorizados. Terror imposible de imaginar. Especulo, casi aseguro: después de dos o tres días habrán deseado terminar, morir cuanto antes, finalizar con el miedo de seguir vivos y con el pánico de morir. Y los suyos. Padres, hermanos, compañeros. Un día, diez horas, veinte días, cuatrocientas ochenta horas. Imposible vivir. Imposible matar las esperanzas. Los hijos, lo dicta la naturaleza, no fallecen antes que los padres. Los hijos, lo explica la razón, no son asesinados, violados y martirizados. Y no desaparecen. No me gusta la palabra desaparecido. Desaparecido es palabra mexicana. Para nuestra desgracia, ya encontró acomodo en los diccionarios. Pero no. Un ser querido, con quien se compartió la vida y la casa el mismo día del secuestro o semanas antes, no desaparece. Ahí están el acta de nacimiento, la cama, la casa, las novias. Y el amor y los pleitos y la humanidad entera. Un ser humano no desaparece. Fallece por enfermedades, por la furia de la Naturaleza, por vejez, por accidentes. No desaparece. Imposible aceptarlo. Para los seres cercanos, el tiempo entre la primera noticia y la confirmación de la muerte sumó esperanza y pánico. Terrible escenario. Todo duele.

Dos situaciones extremas ejemplifican la derrota de la vida y la presencia del Mal. Ser familiar de un hijo que se suicida o de uno que desaparece. En la primera, la historia empieza y continúa frente al cadáver, nunca termina. En la segunda, la tragedia se vive sin respiro hasta que se confirma que el ser amado ha sido encontrado. Recuperar el cadáver es crucial. Crucial para iniciar el duelo. Sin cuerpo, sin el ser querido frente a uno, la historia no acaba. De Jesús Daniel Díaz, de Marco Ávalos y de Salomón Aceves Gastélum, nos dicen las autoridades: “…fueron asesinados y disueltos en ácido sulfúrico”.

Cuerpos disueltos. Panteones sin cadáver. Padres sin el cuerpo de los hijos, sin su alma, sin las palabras postreras. Frente a la muerte es indispensable cerrar. Cerrar para continuar. Imposible hacerlo cuando sumar no es posible: jóvenes, estudiantes, hijos asesinados. Cuando la tragedia carece de explicación no hay sumandos. La historia de los hijos es el esqueleto de padres y hermanos y abuelos, y es la morada de quienes compartieron con ellos calles, escuelas, vidas.

La crueldad carece de límites. Nunca sabremos cómo fueron los últimos días; bueno sería que el final de Jesús, Marco y Salomón hubiese sido “rápido”. Nunca lo sabremos. Tampoco podremos explicar el dolor de sus seres cercanos. Ser su pellejo, ser su dolor es imposible. Sentarse frente a uno e imaginar a un hijo vivo que se transforma en desaparecido tras veinte días de esperanzas no es factible.

El dolor de lo que muere tiene palabras. El dolor de un hijo vivo disuelto en ácido carece de palabras. El lenguaje es insuficiente. Transitar de la existencia a la inexistencia cuando no se eligió ese camino destroza, destroza para siempre a quienes lloran la ausencia. No hay acomodo posible. Decir adiós, sin tener frente a los ojos el cuerpo de los hijos, mata, sepulta en vida. Tres mexicanos más han sido asesinados. Lo sabe el gobierno.