*Democracia y lo demás

En agosto de 2000, en el día en que recibió su constancia de “mayoría” como ganador de las elecciones presidenciales aunque no alcanzara la mitad más uno de los sufragios, Vicente Fox Quesada, tendido sobre el sillón de su escritorio, con los pies sobre éste a la manera de los mandatarios estadounidenses que se retratan así en la Oficina Oval para simular relajamiento y poder en amalgama compleja, me dijo, pausadamente:

--Primero deja que instalemos a la democracia... y todo lo demás vendrá por añadidura.

Instantes antes, casi como una confidencia –no lo era porque no me lo pidió ni yo lo hubiese admitido-, habría de revelarme que la dirigencia panista le pidió, a lo largo de su campaña, que no hiciera promesas:

--¡Y claro que las hice! De no hacerlas, ¿cómo hubiera ganado la Presidencia?

Tal fue, en privado pero para ser escuchado, una de sus primeras revelaciones sobre los criterios a tomar para construir el cambio modélico por él propuesto; al paso de los años sabríamos, a ciencia cierta, las dimensiones de su traición al pueblo de México que tanto se entusiasmó con la caída del “muro” priista –así lo calificaron en el exterior-, vuelto a reconstruir durante doce años de desviaciones, torpezas e ingenuidades rotundas, no exentas de alta corrupción por supuesto, marcados por las administraciones de la derecha que ahora, de acuerdo a sus líderes, está lista para un nuevo abordaje a Los Pinos apostándole fuerte a la amnesia colectiva.

No puede negarse que caemos siempre en la misma trampa; muchos creen, a pie juntillas, en las proclamas y ofertas de los candidatos que se quedan en la ruta hacia el poder. Por desgracia, cuando asumen los cargos se tuercen los planes, bajo el alegato sobre “condiciones adversas”, hasta el aterrizaje forzoso en el centro de la demagogia. Esta es la razón, claro, por la cual los mandatarios imponen a sus gobernados una serie de medidas, reformas incluidas, sin el menor consenso público olvidándose de sus promesas primigenias. Y caemos en el mismo doloroso “bache” mental.

Quienes no perdemos la memoria –aunque haya algunos esbirros, de sendos géneros y al servicio del poder, que me llaman demente por mi edad, como si ésta no significara experiencia-, sabemos muy bien cómo han repetido las mismas estrategias los “ganadores” de todos los colores partidistas a la hora de presentarse ante la ciudadanía engañada. Basta repasar las discursivas –si no mueren en el intento, de aburrimiento-, para situar a cada uno de los mandatarios, quienes debieran obedecernos, en la línea del continuismo atroz... y de la demagogia, la antítesis natural de la democracia según la definición clásica.

Por ejemplo, el presidente Peña jamás propuso, durante su campaña por la Primera Magistratura, el numen de cuanto habría de ser su gobierno alrededor de las reformas jamás consensadas. Por ello, claro, las tremendas dificultades por imponerlas a rajatabla sin tomar siquiera el parecer de cuantos serían actores principales de los mismos. Por ejemplo, cuando se trató de legitimar el desmantelamiento de Pemex se hizo a hurtadillas y con presiones tremendas a los legisladores, ahogando los gritos de una izquierda que ya estaba dispersa. Nunca se detuvo el peñismo en el imperativo de consultarnos, como mandantes que somos en conjunto, sobre el destino y perspectivas de su proyecto entreguista. Por eso deseamos que el presidente López Obrador no nos olvide a la hora de proveer obras indeseadas o mal proyectadas.

Y no se diga respecto a la reforma educativa de la cual derivan las protestas incesantes de un sector del magisterio –si bien el otro también está en contra pero arguye que no debe dejarse a los educandos al garete-, indispuesto, con razón, respecto a la manera en cómo se impusieron las nuevas reglas sin el menor esfuerzo para dialogar antes de introducirlas a un Congreso cuyos miembros, en su mayoría, estaban prestos para actuar conforme a la línea presidencial con ni pocos chantajes de por medio; los otros protestaron, llamaron traidores a sus colegas, votaron en contra y se diluyeron en la impotencia.

Y es que asuntos de enorme trascendencia para el país, sobre todo aquellos que tendrán un impacto tremendo entre quienes conformamos la colectividad nacional, no debieran formalizarse sin una amplia convocatoria entre la ciudadanía; si se procede así se fractura la endeble democracia y se cancela el Estado de Derecho porque la cerrazón gubernamental impulsa a la protesta, a la rebeldía e incluso a la subversión. Sólo quienes apuestan a que en México jamás pasará “nada”, aun cuando los agravios sean monumentales, creen lo contrario.

El desequilibrio social, tan acusado en nuestro entorno, se ahonda cuando las medidas tienden a favorecer a la clase alta, como ocurre en la Ciudad de México donde los privilegiados con poder adquisitivo para adquirir automóviles del año, y cambiarlos cada tres años como máximo, contarán con el derecho a circular sin distingo de contingencias y las medidas ambientales; al mismo tiempo, los poseedores de vehículos más viejos no sólo estarán sometidos a las verificaciones permanentes –y al desembolso permanente que no harán los ricos-, sino igualmente a las restricciones que surjan de la imaginación de los miembros del gobierno capitalino.

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