Inseguridad y desconfianza

Es la seguridad. No hay duda. Allí está la primera y urgente demanda de la población. Por ello el próximo gobierno federal perfila decisiones de fortalecimiento y reconversión institucional orientadas a restablecer la paz y la tranquilidad pública.

Asumir el desafío implicará atender las múltiples causas y consecuencias de la inseguridad, las que se manifiestan brutalmente en los linchamientos, que son, a su vez, síntesis y alerta de la descomposición social producto de una atmósfera de inseguridad constante.

Cuando el Estado es real o aparentemente rebasado por la delincuencia, cuando la respuesta policial o de procuración de justicia es la incompetencia, la apatía, la corrupción y la impunidad, solemos emprender acciones preventivas o defensivas.

Por ejemplo, modificar hábitos, aumentar precauciones y medidas de seguridad personal y patrimonial. En el extremo, hay quienes aplican la justicia por propia mano.  

Dos eventos recientes ilustran el fenómeno: En un caso, los pobladores sacaron a las víctimas de la comandancia de Policía, en el otro, las detuvieron en la calle. A los primeros, un hombre de 56 años y un joven de 21, los acusaron de robar niños; a los segundos, una mujer de 50 años y un hombre de 40, de ser secuestradores.

En ambos casos, uno en Puebla y otro en Hidalgo, la turba decidió que eran culpables. A la ira siguieron insultos y golpes. Apenas a unas horas de diferencia, las cuatro víctimas fueron rociadas de gasolina. No fue un cruel escarmiento o una dosis de terror extremo, más que eso: los cuatro fueron quemados vivos. Una salva de aplausos celebró los últimos estertores.

De acuerdo con información del gobierno de Puebla, en lo que va del año en esa entidad han muerto 15 personas por linchamiento y se ha rescatado a 201 de ese riesgo, lo que implica una frecuencia inaudita de este tipo de episodios sólo en un estado.

Las escasas estadísticas varían, pero coinciden en alertar sobre el incremento del linchamiento en México, particularmente en el centro y sur del país.

Ante la imposibilidad legal y moral de justificar los linchamientos, y mucho menos de aceptarlos, queda tratar de entenderlos y explicarlos.

La inseguridad creciente, la ineficacia de la justicia, y la impunidad, siempre insultante, van acumulando tensión y desesperación en algunas comunidades, que comparten la sensación de indefensión e indignación ante la inoperancia de la autoridad.

Surge entonces el hecho desencadenante: ha ocurrido —o alguien dijo que ocurrió— un robo, un atropellamiento, un secuestro, una violación, un homicidio. Y se complementa con un hecho casual: una o unas personas que llegan a la comunidad, que van pasando. Quizá un culpable que, en efecto, merodea o se aleja. Sobreviene la sospecha, precedida por una alerta permanente o por un hecho delictivo reciente e impune, en el contexto de un Estado que no ha hecho lo que le corresponde y de una comunidad marcada por el hartazgo. 

Las inminentes víctimas son catalizadoras del miedo, la indignación, la rabia contenida. Las acusaciones, los gritos, la muchedumbre que se multiplica. La sinergia de la rabia. Si no hay seguridad, si no impera la ley, habrá justicia popular. Un castigo ejemplar. Cruzado cierto límite, el enardecimiento es irreversible, a menos que lo contenga la fuerza pública, que además debe ser suficiente en número, capacidad y voluntad.

Aunque los linchamientos suelen ocurrir en zonas marginales o periféricas, la causa no es la pobreza sino el olvido en que se tiene a los que la padecen, es decir, la injusticia cotidiana, la marginación institucional, la indiferencia del aparato del Estado y, en consecuencia, la sensación de abandono.

Este razonamiento puede llevar a un discurso en favor del que lincha. Pero la solución no está en disculparlo.

Tampoco en la identificación de profundísimas razones históricas y culturales para justificar la violencia tumultuaria.

En el corto y largo plazo, la solución es un Estado responsable y eficaz, garante de seguridad y de justicia, lo que hoy puede parecernos remoto, pero que puede empezar a construirse con instituciones sensibles, comprometidas, capaces de hacer sentir a la población que no está sola y que el Estado es fuerte y justo para impedir los delitos y para castigarlos.