LIBROS

En esta novela resuenan ecos de la Trilogía del Baztán, escrita por Dolores Redondo: leyendas y mitología junto a camillas de forense. La arquetípica pareja de policías poniéndose sus guantes de plástico entre bellísimos restos arqueológicos y la ciudad blanca cuyo silencio envuelve toda la novela con calidez de luz cenital.

Un invitado non grato, un asesino en serie se cuela de rondón en las fiestas de la Virgen Blanca. El criminal se los carga por parejas, hala, pero no deja de tener su puntillo el hecho de que convierta cada una de sus mise en scène en delicados cuadros con los finados a modo de esculturas en altorrelieve. Exquisita presentación.

A partir de ahí se desenvuelve un argumento bastante inverosímil? —pero ¿qué novela de misterio carece de elementos inverosímiles??— desarrollado en una investigación exasperadamente lenta. Esta sucesión de palos de ciego se alivia con la caracterización de los personajes, bastante excesivos en su número.

Lentitud exasperante. Demasiados personajes secundarios y un argumento bastante retorcido. Una casualidad tan afortunada que termina el puzzle como solo pasa en las novelas de misterio.

Sin intuirlo, el lector se ajusta los machos para enfrentarse al embrión de la novela: un asesino transmutado en la esencia del mal a costa de inhumanas vejaciones. A pequeñas dosis, la autora nos conduce desde la compasión que nos inspira un ser tan desvalidamente primitivo hasta el rabioso enojo que nos provoca su conversión en personaje literario.

La novela está escrita con un lenguaje sencillo y muy visual que amplifica el espléndido retrato de la ciudad de Vitoria, su gran protagonista, con su encanto, sus monumentos, sus costumbres y su extraordinaria gastronomía.

Además de palacios, casas señoriales y demás, van a encontrarse con sobaos, tortillas manchadas, suculentas raciones, bollos preñaos, gloriosos chuletones y lubinas al punto.