Lo que viene

La jurisdicción nacional se ha transformado desde la entrada en vigor de la Constitución de 1917. En esos cien años ha habido diversos ciclos para tratar de reordenar tal función jurídica. Por ejemplo, en las décadas siguientes a la entrada en vigor de la Constitución se emitieron las leyes mediante las cuales habrían de regirse los procesos; años después se inició la creación de órganos que, colocados fuera de los poderes judiciales, buscaban resolver diversos conflictos; más recientemente se han generado las condiciones normativas encaminadas a otorgar mayor autonomía e independencia a tribunales y juzgadores, o a gestionar la administración de la justicia por órganos no judiciales. En este momento estamos comenzando un ciclo que, por no estar advertido, está provocando críticas aisladas, confusiones e inadecuadas previsiones.

Con motivo de la reforma constitucional de 2008, en el país comenzamos a hablar de la oralidad penal. De un modo de conocer la probable comisión de los delitos en procesos en los que la parte determinante se verificaría en una audiencia ante la presencia de un juez. Una primera confusión radicó en suponer que antes no había oralidad alguna, sino el desahogo de juicios en largos y complejos expedientes escritos. La verdad es que en diversos procesos se preveían ciertas etapas orales, pero por descuido o cargas de trabajo, la presencia del juez fue nula. Lo que resultó afectado fue la inmediatez y no la oralidad. Avanzando en el tiempo, la entrada en vigor del nuevo sistema acusatorio penal y sus problemas de implementación, han llevado a suponer que la oralidad es exclusiva de estos juicios. Ello no es así.

Una perspectiva más amplia permite advertir que además de la materia penal, es muy probable que en los próximos años migremos a una abierta oralidad en los procesos mercantiles, laborales, civiles y familiares, destacadamente. Si consideramos que la justicia militar satisface esa condición desde hace décadas, únicamente quedarían fuera de ella los procesos agrarios, administrativos y electorales. Puestos en la marcha del cambio, es posible que, al menos los dos primeros, terminen desahogándose oralmente.

Si mi predicción es correcta, lo que tenemos es, efectivamente, una situación en la que mucho de lo que hoy pensamos y hacemos con una parte importante del derecho, habrá necesariamente de cambiar. Desde luego en la legislación, pues ella determinará las estructuras orgánicas y procesales de lo que pase. También, reelaborando las condiciones del juicio de amparo en su totalidad, en tanto fue pensado y existe para contender con otras maneras de impartir justicia. Igualmente, en cuanto a la forma de educar a los estudiantes de derecho y de actualizar a los miembros de la profesión. Además, en los métodos de selección y adiestramiento de los juzgadores. Finalmente, en la forma en la que nos representamos y tratamos de explicar al derecho mismo.

Imagino que habrá quienes no compartan ni mi diagnóstico acerca del ciclo que estamos viviendo ni, por ende, las previsiones de cambio que advierto. Para tratarlos de convencer sobre la necesidad de que tal ciclo está en marcha y de que, más allá de lo que nos parezca en lo personal, es necesario hacer algo, señalo que en lo penal y lo mercantil, las reformas están vigentes; en lo laboral, la reforma constitucional deberá estar cumplida en febrero del 2018; en lo civil y familiar, está corriendo la aprobación por los estados de la reforma constitucional. Si todo migra hacia allá e, insisto, otras materias pueden acomodarse al nuevo proceso, ¿por qué mantener diferencias de trato? El cambio constitucional del 2008 o, mejor, de la ideología judicial que le subyace, nos abrió un ciclo judicial que rompió con nuestra más añeja tradición judicial. Identificarlo es central para no seguir afectando a la justicia, la de por sí deteriorada manera en la que queremos resolver nuestros muchos conflictos sociales.