Periodistas

La defensa de periodistas en México debe tener como uno de sus ejes fundamentales la comprensión de la naturaleza de sus amenazas, los métodos que usan y las alianzas entre sus distintos adversarios. Sea desde los mecanismos gubernamentales, desde las organizaciones que defienden la libertad de expresión o los propios periodistas, poco se puede adelantar sin esa comprensión.

Esas amenazas están mutando rápidamente en México y tienden a formarse en una zona gris en la que es difícil distinguir qué es cierto, qué es desinformación, quién está detrás de qué. Pero los hechos mismos al final de la cadena que termina con la muerte de los periodistas, pueden arrojar conocimiento valioso.

Al contrario de los narcotraficantes que solían disparar cantidades masivas de balas contra sus víctimas, los homicidas recientes de periodistas son, en su mayoría, tiradores entrenados que economizan balas y cuentan con ayuda logística, vehículos y comunicaciones.

Antes de ocurrir los cinco asesinatos de periodistas en 2017, incluido el del periodista y escritor Javier Valdez, demuestran una tendencia muy grave para el ejercicio de la libertad de expresión en el país: todos fueron precedidos por la vigilancia secreta de las víctimas, realizada por grupos que actuaron con información de inteligencia, de manera coordinada para elegir el lugar, momento y forma más convenientes para cometer los atentados.

Otra tendencia es que los atacantes están eligiendo a periodistas cada vez más connotados, más conocidos, que colaboran con medios con presencia nacional significativa. Lejos de cometer atentados impulsivos, los atacantes estudian las rutinas de los periodistas, interceptan sus comunicaciones y montan escenarios para que los crímenes sean atribuidos ya sea a enfermos mentales, delincuentes comunes o miembros de la delincuencia organizada.

Parte del problema, y de la zona gris, como está ocurriendo en el estado de Chihuahua, es que los criminales se están volviendo autoridades de gobierno, tal y como lo documentó Miroslava Breach, la corresponsal de La Jornada, asesinada en su propio domicilio, al momento de abordar su automóvil el 23 de marzo. Por esa razón, es difícil distinguir entre los que son crímenes de Estado y los que no lo son.

En los casos de Miroslava Breach y Javier Valdez, ambos editores en publicaciones locales de Chihuahua y Sinaloa, respectivamente, y corresponsales de La Jornada, los atacantes dejaron supuestas evidencias de la autoría de bandas de narcotraficantes: un mensaje en una cartulina firmado por un narcotraficante local, en el caso de Breach, y gorras con el número 701, el lugar que la revista Forbes le dio a Joaquín Guzmán “El Chapo” en la lista de las personas más ricas del mundo, en el caso del segundo.

Con excepción de un solo caso, en los ocho asesinatos más recientes de periodistas, los automóviles y el estacionamiento en casa se usaron como lugares de preferencia para cometer los atentados. En todas las ocasiones, los periodistas fueron asesinados en el momento de abordar o salir de sus vehículos, o en el caso de Valdez, mientras iba en tránsito de un lugar a otro de Culiacán.

Once de los 41 asesinatos de periodistas, comunicadores indígenas y reporteros ciudadanos que ocurrieron desde diciembre de 2012 hasta la fecha, tuvieron lugar cuando los periodistas se hallaban a bordo de sus vehículos. Catorce del total de homicidios ocurrieron cuando las víctimas estaban en sus domicilios. Salvo dos casos de periodistas asesinados en la calle, a pie, el resto se trata de periodistas asesinados después de haber sido secuestrados en lugares desconocidos.

La mayoría de estos homicidios siguen sin ser esclarecidos por las autoridades, lo que contribuye a una desazón general y al sentimiento de que lo que prevalece en México es la impunidad, en eso casos específicamente.