Por Comala se pasea y se descansa
La obra Pedro Páramo de Juan Rulfo dio fama a este pueblo. Cortesía

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”. Estas tres frases bastaron para convertir a Comala en el pueblo más importante de las letras latinoamericanas; mucho más que Macondo, ya que sin Comala no habría Macondo. Y también porque a diferencia del escenario de tintes casi míticos donde se enredan, gracias a la pluma virtuosa del inmortal García Márquez, las vidas de los Buendía, Comala sí es. Existe más allá de los fantasmas que escribió el genial Juan Rulfo, padre de más de la mitad de lo que se ha escrito en español en los últimos 50 o 60 años.

Comala es, como decíamos. No es el fruto de la imaginación ni un escenario pese a ser mágico; tanto como ese realismo imaginado que, sin querer, inventó el genio del escritor mexicano. Por Macondo uno camina con el pensamiento, pero por Comala se pasea, se descansa, se duerme, se come.

La llaman la ciudad blanca; la ciudad de los arcos, la ciudad mágica. Y es todas esas cosas y más; pese a no ser más que un pueblecito de poco más de 22 mil 500 habitantes que sufre la amenaza de ser engullido por las afueras de la cercana Colima (de la que dista apenas cuatro kilómetros en sus lugares más próximos). Y aún así, es un lugar con personalidad propia. Un lugar especial.

Digno de un desvío intencionado obligado para los amantes de la literatura o, simplemente, de los sitios bonitos. Porque Comala es un lugar bonito. República de Indios, como decían en tiempos de la Colonia, hasta poco antes de la independencia del país, cuando alcanzó rango de ayuntamiento. Rancho y hacienda de encomenderos españoles que llegaron aquí en 1527 para apropiarse de tierras, gentes y levantar un ingenio azucarero.