Precampaña e intercampaña

La pretensión ordenadora que impulsó la reforma electoral de 2014 ha desvelado ya algunas de sus contradicciones, producto del choque entre sus disposiciones, los derechos y la naturaleza de la política.

La reforma de 2007 reguló las precampañas luego de que, en las elecciones previas se habían reclamado ventajas indebidas de los contendientes por realizar actos anticipados de campaña. Se abrió, desde entonces, un periodo de 40 o 60 días destinado a que los partidos llevaran a cabo la selección de candidatos a partir del método y las instancias determinadas.

El problema fue que el diseño de la norma tuvo un solo escenario como referente. Bajo la idea de que la finalidad de las precampañas, como lo dijo la SCJN en 2004, “es identificar a las personas que se están postulando, aún no de manera oficial, dentro de un partido para llegar a obtener una posible candidatura”, se reguló que dos o más aspirantes acudieran a registrarse para luchar por la nominación. De ahí que todo se pensara para una especie de elección primaria donde un conjunto de contendientes se reuniría con los afiliados y simpatizantes de su partido, pero también con los ciudadanos en general, para hacerles llegar sus propuestas, lo cual adquiriría una nueva dimensión al permitirles acceso a los spots de radio y TV administrados por el IFE.

No se advirtió, en ese momento, que las prácticas notoriamente arraigadas entre los partidos orillaban a tener en cuenta el supuesto del precandidato único, ungido a partir de la decisión presidencial o del impulso cupular de los partidos que la disciplina partidista terminaba por legitimar. ¿Se justificaba que a alguien previamente seleccionado, que ya no tenía que competir por la candidatura, se le permitiera tener actividad de precampaña, llevar a cabo reuniones con personas y militantes, realizar proselitismo o difundir propaganda, derivado del alcance de la radio y la TV? La respuesta es no.

Para marcar la línea divisoria entre precampaña y campaña, desde 2007 se abrió otro espacio exclusivo al registro de las candidaturas, en el cual deberían resolverse las impugnaciones hechas ante los órganos internos de los partidos, o los tribunales electorales, para confirmar o realizar los cambios y sustituciones del caso. Lo que hoy conocemos como intercampaña, se mantuvo en la ley de 2014, con una temporalidad aproximada de 46 días. Fue un espacio pensado con evidente comprensión de la judicialización de la política mexicana, pero con notable desconocimiento de las campañas políticas, en donde nuevamente quedaron varias cosas sueltas.

¿Convenía abrir un lapso tan amplio, que va del 12 de febrero al 29 de marzo, para solventar las diferencias entre candidatos únicos designados por aclamación?; ¿era lógico que después de participar en actos de proselitismo y en spots, fueran obligados a quedarse tranquilamente inmóviles, esperando la campaña? Nuevamente no.

La ambigüedad en torno a lo que se puede o no hacer en este periodo motivó que el INE, bajo los criterios del TEPJF, determinara que los candidatos no pueden aparecer en spots, realizar actos de proselitismo, llamar al voto, ni aparecer en debates, porque esos son actos de campaña definidos por la ley, y que tampoco pueden acudir a mesas redondas o de análisis convocadas por medios de comunicación, al que concurran dos o más candidatos, ya que en los hechos se convertirían en debates.

La sobrerregulación, lo barroco y desacertado de su confección, está estrangulando la política, exponiendo a las instituciones electorales, y comprimiendo la libertad de expresión y el derecho a la información, porque el periodo de elecciones, más allá de sus tramos formales, representa el espacio para que los actores políticos desplieguen sus estrategias proselitistas a partir de la omnímoda presencia de los candidatos, así como el ámbito en el que se ensanchan las libertades para que fluya información política, se analicen las propuestas, se debatan y confronten, en un entorno de tolerancia a la crítica, el reproche y los señalamientos, con el propósito de auspiciar una opinión pública robusta y vigorosa.

En este sentido, no se propone desparecer las precampañas e intercampañas, pero sí ajustarlas para volver a privilegiar a la política y los derechos. Pero eso será el otro año.