Procesos

Por la manera en la que se está llevando a cabo el procedimiento, en las próximas semanas entrarán en vigor tres adiciones constitucionales: para establecer las condiciones de certificación de las actuaciones realizadas en los juicios orales; para privilegiar soluciones de fondo al resolver los litigios; y para otorgarle facultades exclusivas al Congreso de la Unión para legislar en materia de procedimientos civiles y familiares. La lógica de las adiciones es correcta. Establecer condiciones para que los litigios en general, y los civiles y familiares en particular, se verifiquen ordenadamente y coadyuven a la pacificación de una sociedad polarizada y anómica. A tan buenos fines, poco puede reprocharse. Sin embargo, preocupa la velocidad con la que, en la mente del constituyente, la realidad ha de transformarse en la dirección por él deseada.

Cuando en junio del 2008 se reformó la Constitución para darle cabida al proceso penal acusatorio, se previó un plazo de ocho años para que las cosas funcionaran. A un año de que la reforma entró en vigor, sabemos que el tiempo otorgado fue razonable, más allá de las deficiencias operativas que padecemos por el desajuste entre lo que las normas disponen y el comportamiento de los participantes. La reforma no está cuestionada por sus pretensiones, sino por no haberse establecido las prácticas requeridas. Si desde el comienzo se sabía que los estándares habrían de elevarse, ¿por qué no se entrenó al personal para que fueran capaces de satisfacerlos? El fetichismo normativo hizo suponer que, una vez más, la mera expedición de la norma transformaría la realidad.

Con los juicios civiles y familiares, algo así puede repetirse. Una vez que la reforma constitucional esté publicada, el Congreso de la Unión y las legislaturas locales, tendrán ciento ochenta días para realizar las correspondientes adecuaciones a sus leyes. Aquí comienzan los peros. Para enfrentar el reto, esos órganos tienen que imaginarse las normas que deban incorporar las adiciones apuntadas con rigor y competencias técnicas. Como la Federación se ha quedado con prácticamente toda la regulación procesal en el país, es probable que no sean muchas las acciones que correspondan a las legislaturas estatales. La mayor carga recaerá en el Congreso. ¿Cómo se ha imaginado la realización de la tarea de crear un código que prevea los procesos necesarios para resolver todos los conflictos civiles y familiares que se generan y se van a generar en el país? La extensión y complejidad es notable. Más allá de buenas intuiciones, la legislación exige sólidos conocimientos técnicos y amplios procesos de reflexión, discusión y ajuste. Los errores y las omisiones retrasan la marcha de la justicia, lastiman a muchas personas y deslegitiman a las cuestionadas instituciones de justicia.

Supongo que con la ideología judicial al uso, el legislador querrá darle a los nuevos procesos civiles carácter oral. Ello implica transformar la amplia cultura de litigio que involucra a numerosas personas y autoridades, lo cual acontecerá en el plazo que los artículos transitorios de las nuevas leyes señalen. La profesión tiene que transformar quehaceres y saberes; los órganos jurisdiccionales, adecuar espacios y entendimientos; las escuelas, modificar planes y programas de estudio y capacitar a sus estudiantes; los juristas, explicar las nuevas instituciones.

La impartición de justicia enfrenta ya crisis y retos mayores. En parte, porque arrastra viejos y enquistados males; en parte, porque mucho se está transformando o comenzará a hacerlo. Sería lamentable e irresponsable que no se tenga una comprensión de lo que implican las modificaciones procesales civiles y familiares, tanto en la calidad requerida para la legislación como en lo que exige transformar la realidad en el sentido que las normas buscarán imponer. Ojalá que las soluciones no se conviertan en nuevos problemas.