Siete décadas de la Cepal

El reciente proceso electoral mexicano, el más grande en la historia del país a efectos del número de cargos por ocupar, del número de electores y a efectos, también, de partidos (o algo parecido) involucrados en la contienda, mostró —entre otras cosas— la veracidad de la afirmación elaborada por Montesquieu, reiterada muy posteriormente por otros autores, como Kissinger, por la que las cuestiones externas se analizan con menor atención, esfuerzo y raciocinio que las internas. Lo interno es, para los gobiernos, lo realmente importante. La multicitada palabra agravios ha aparecido como un incentivo de enorme poder para que las emociones de los electores favorecieran al candidato presidencial, y partido, promotores, fans y seguidores que lo acompañan, que los ha denunciado con mayor insistencia. La revisión de sus peculiares y contradictorias propuestas no parece haber jugado un papel significativo en la relevante decisión que le convierte en el primer presidente de izquierda en México.

Mayor, mucho mayor, gasto público subsidiario; mayor inversión pública en infraestructura; empleo y educación para los jóvenes que lo requieran, y mayores salarios, serán erogaciones financiadas por la eutanasia de la corrupción, al tiempo que la nación —voluntaria y costosamente laica— disfrutará de una peculiar constitución moral, en obsequio de la tranquilidad del alma de cada quien (antes, abstracción burguesa y hoy complemento indispensable al pan de cada día).

No debe estar lejano el día en el que, mucho más allá del extravío de la moral pública, iniciemos la contabilidad de los daños inerciales del neoliberalismo que se instaló en México desde 1982: la desigualdad no es un efecto; ha sido preferida, promovida y tolerada, no sólo por el gobierno, con la construcción de privilegios que nos regresan a un profundo clasismo, a la paradoja inexplicable de una sociedad mestiza y… racista, al oráculo del individualismo como ideología cuasi universal, de la que muy pocos quieren escapar, al cinismo de burócratas que gastan en sus consumos cantidades mucho mayores a las de sus ingresos, para el sostenimiento de restaurantes, cantinas y servicios de mayor sofisticación, con cargo a presupuestos en los que se ejerce mucho más de lo aprobado.

Sufrimos la trampa fiscal, de no poder cobrar más impuestos por la pésima calidad de los servicios públicos y de no poder mejorar esa calidad porque no se puede cobrar más impuestos.

La exaltada globalización ha profundizado la desigualdad en el planeta; el TLCAN no produce ningún superávit para México, sino para las trasnacionales que le compran y venden a sus filiales; los salarios mexicanos están entre los más bajos del mundo. Todos estos son temas sobre los que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (la Cepal) ha insistido durante buena parte de su historia (también tuvo su noche neoliberal) y, en casi la mitad de esa vida, ha contemplado la jibarización de sus interlocutores regionales: los estados.

En tamaño, en facultades institucionales, especialmente en voluntad y en disposición al sometimiento al interés trasnacional, los gobiernos de estos 35 años —algunos más, muy pocos menos— se han aplicado a desregular, privatizar, empobrecer y diferenciar a sus países, en la búsqueda de la estabilización y el equilibrio fiscal (las envidias de Sísifo), y los de México han jugado un relevante papel, ya para traicionar a la ALADI, ya para promover la preferencia de lo privado sobre lo público.

El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador es —casi sin duda— el político que mayor conocimiento tiene del país y, de nuevo, de sus agravios; es también uno de los políticos que menos conoce del exterior, aunque afortunadamente ya no se lo explicará don Héctor Vasconcelos. En su cumpleaños setenta, la Cepal seguirá produciendo ideas sin interlocutores disponibles. Oj Alá (Dios quiera) que no.