Trump, migración y los demonios sueltos

En un mitin político en Minnesota, el miércoles, Trump prometió ser “tan duro” en materia migratoria como antes. Poco antes había tenido que ceder ante la presión y había firmado una orden ejecutiva para detener la separación de familias de migrantes que su propia administración había venido implementando. Pero en este asunto la parte esencial rebasa el hecho de que el presidente haya tenido que recular. El tema central tiene más bien que ver con cómo Trump consigue detectar una serie de preocupaciones y miedos que existen en muchos estadounidenses (lo expresen abiertamente o no) y, luego, su capacidad para articular un discurso que conecta eficazmente con esos sectores de la población.

La investigación ha mostrado que las personas que tienen miedo tienden a ser menos tolerantes, más reactivas y más excluyentes de otras personas (Siegel 2007; Wilson 2004). Estos sentimientos pueden afectar las preferencias electorales o el apoyo político de medidas tales como el cierre de fronteras hasta el castigo a determinados grupos étnicos, religiosos o sociales (Hanes y Machin, 2014). Tras los atentados terroristas cometidos en Europa y EU entre 2015 y 2016, los crímenes por odio contra musulmanes estadounidenses subieron a los peores niveles desde el 2001.

Ahora bien, el terrorismo produce 13 veces menos muertes que otras clases de asesinato en el mundo (IEP, 2015). Nowrasteh (2017) muestra que, de 1992 a 2017, las probabilidades de morir o ser herido en un atentado terrorista cometido en EU eran 133 veces menores que por otros tipos de violencia intencional. Y, sin embargo, ocho de cada diez potenciales electores estadounidenses consideraban probable que ocurriese un atentado terrorista próximamente (Quinnipiac, 2016). Esto representaba los niveles más elevados de ansiedad por terrorismo desde el 2001. No es casual que, de todas esas personas, quienes más se sentían vulnerables eran quienes indicaban que votarían por Trump; 96% de esos electores consideraba que era probable que próximamente ocurriera un atentado terrorista, comparado con un 64% de quienes votarían por Clinton.

A esa ansiedad solo hace falta añadir un elemento: una narrativa que sostenga que las fronteras están desprotegidas, que los “musulmanes” se aprovechan de esa desprotección, o bien, en un tema distinto, pero vinculado, que, a través de esas mismas fronteras llega gente que “tiene muchos problemas y nos traen esos problemas a nosotros. Nos traen drogas, nos traen crimen y a sus violadores” (Trump, 2015), refiriéndose a los migrantes procedentes de México y otros países.

Bajo esa lógica, construir un muro para “proteger” al país o implementar medidas de “cero tolerancia” ante la amenazante inmigración cobra cabal sentido. Y, por tanto, separar familias y enjaular niños no son actos inhumanos, sino consecuentes, medidas para “disuadir” a aquellos migrantes que “optan” por “violar la ley” y que traen consigo a sus hijos a la hora de cometer ese “acto criminal”. La cuestión, repito, no es solo que Trump lo plantee de ese modo, sino la forma como esos planteamientos consiguen conectar emocionalmente con amplias capas de la población estadounidense, puesto que ello genera incentivos para que otros políticos lo respalden o repliquen su conducta. En pocas palabras, Trump no está solo, no llega al poder solo ni actúa sin complicidades. Lo único que él ha hecho es abrir las puertas a demonios que ahí estaban, latentes, listos para emerger. Esos demonios que hoy andan sueltos con permiso son el enemigo a vencer. Trump es solo una de sus caras.