Un año de sobrevivir a Trump

Hace un año, una vez pasado el estupor generado por la hasta para él inesperada victoria de Donald Trump, el mundo aguardaba ansioso el momento de su toma de posesión. Se cruzaban apuestas acerca de si su estilo atrabancado y agresivo había sido sólo una pose en la campaña, si su discurso nativista y aislacionista tenía sustento real, de si Trump el showman daría paso a Trump el estadista o, al menos, al político coherente y mesurado.

En México estábamos más bien agazapados, esperando lo que pintaba desde entonces para ser un periodo negro no sólo para la relación México-EU y para el TLC, sino para la estabilidad política y económica de nuestro país, además del bienestar inmediato de unos 12-13 millones de mexicanos indocumentados viviendo en Estados Unidos. No eran pocos los que veían venir deportaciones masivas, abusos inenarrables, un colapso de la moneda y el consiguiente desmoronamiento de la ya de por sí precaria estabilidad mexicana.

El camino ha sido ciertamente accidentado y difícil. Los costos económicos, políticos y humanos de la presidencia de Trump apenas comienzan a advertirse, y el mayor será indudablemente, en el mediano y largo plazo, el replanteamiento en ambos países de lo que había pasado de ser una relación de suspicacias, resentimientos e irritaciones a una en la que, en apenas un cuarto de siglo, nos habíamos hecho mucho más socios y en algunos temas casi aliados el uno del otro.

Quienes sucedan respectivamente a Enrique Peña Nieto en Los Pinos y, ojalá más pronto que tarde, a Donald Trump en la Casa Blanca tendrán que vérselas con un entorno mucho menos colaborativo y mucho más enconado, con agravios que ya no pertenecerán a los libros de historia sino al acontecer diario, al anecdotario de muchos mexicanos maltratados o explotados a la sombra de la xenofobia y el nativismo que tan simplista e irresponsablemente propagan Trump y sus huestes.

Al actual gobierno en México le ha tocado tener que sobrellevar las cosas enfrentando un serio déficit de interlocutores del otro lado de la frontera y una contraparte totalmente irracional e impredecible. Suena a poca cosa, pero no es menor el haber logrado evitar una crisis mayúscula en la relación, con repercusiones enormemente mayores a las que ya nos ha tocado aguantar. Lo fácil hubiera sido montarse en el caballo de la retórica altisonante, como lo propugnaban incluso aquellos que deberían saber los riesgos que eso conllevaba. A fin de cuentas, la diplomacia no es un juego de vanidades, sino el duro e ingrato ejercicio de tragar sapos y alabar a la cocinera. Ya bastante nos costaron los egocéntricos que en algún momento estuvieron a cargo, es un decir, de la diplomacia mexicana.