La antigua costumbre de no bañarse
Hasta hace algunos siglos se creía que el agua podía introducir enfermedades mortales.

El rey Enrique IV de Francia, que gobernó entre los siglos XVI y XVII, ha pasado a la historia por sus grandes virtudes. Ordenó las finanzas, drenó los pantanos para promover la agricultura y construyó el famoso Pont Neuf sobre el río Sena, donde tiene una estatua. El Duc de Sully fue su gran colaborador, a pesar de algunas diferencias. Una de estas fue el papel que daban a la higiene.

En una ocasión, el rey Enrique se enteró de un hecho preocupante. El Duc de Sully se había bañado. El monarca le mandó un mensaje de apoyo ordenándole quedarse en casa. Estaría muy expuesto debido a su “reciente baño”. Para el rey el cuerpo debía protegerse con tierra en los poros. El agua podía introducir enfermedades mortales.

Por entonces, cualquier práctica destinada a echarse agua en el cuerpo era considerada sospechosa y nociva (hay que recordar que el rey Luis XIII, nacido en 1601, no se bañó hasta la edad de los siete años). No era extraño que, al igual que muchos otros nobles, Enrique IV fuera famoso por su mal olor. Esto no le impidió tener éxito con las mujeres. A ellas poco les importaba el hedor con tal que fuera Real (y aunque fuera real).

Los baños públicos habían sido clausurados en Francia y en Inglaterra ya que eran considerados peligrosos para el cuerpo y también para la moral. Desafiando las reglas, la reina Isabel se bañaba en exceso, es decir una vez al mes, y su sucesor James I, a lo largo de su vida, solo se lavó los dedos. En el siglo XVII los aristócratas usaban perfumes y ropa de lino (se pensaba que iban a mantener el cuerpo saludable), pero no agua. Esta idea tuvo una larga vida. Aún a comienzos del siglo XIX el olor de cada cuerpo era considerado una marca sensual. Los amantes debían recibirse en toda su mugre para gozar más uno del otro. En una de sus cartas, Napoleón le dice a Josefina: “Llegaré en una semana. Por favor, no te eches agua hasta entonces”.

La época contemporánea hace renacer el culto clásico por el cuerpo y su higiene. Gracias a los consejos de Pasteur, los médicos se lavan las manos. En 1879, un empresario norteamericano, James Gamble, inventó la barra de jabón. Harley Proctor, el hijo de su socio, lo lanzó al mercado con el nombre de “Ivory”. En el siglo XX, el jabón se convirtió en un producto de la publicidad televisiva, con un concepto dirigido a las mujeres: “Si te ves limpia, podrás encontrar un buen partido”.

Las telenovelas estadounidenses, auspiciadas por compañías de jabón, empezaron a llamarse soap operas. Los norteamericanos también perfeccionaron y difundieron la ducha, que se había originado en Europa a comienzos del siglo XIX. El libro canónico de Virginia Smith, Una historia de la higiene y la pureza personal, nos permite preguntarnos por el presente. Hoy que la sequía y la subida de los precios de la energía amenazan el mundo, la escasez de agua puede restaurar el culto a los olores del cuerpo. Nada es más estable que el cambio, incluso el de los aromas.