El diario canadiense “The Globe and Mail” publicó una serie de artículos en torno al aniversario del asalto de una turba violenta al capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021. Sus autores no se limitaron al lugar común de lamentar la violencia y temer retrocesos democráticos en Estados Unidos como hicieron otros analistas del mundo. Los canadienses formularon algunas preguntas. Por ejemplo, dada la muy probable victoria del partido republicano en los comicios legislativos de este año y el posible regreso de Donald Trump a la presidencia estadounidense en 2024, ¿cómo puede prepararse Canadá? Destaco dos editoriales, el de Thomas Homer Dixon, director ejecutivo de The Cascade Institute en la Royal Roads University, titulado The American Polity is cracked and might collapse, y el de Stephen Marche que lleva por título 2022 is the year America falls of a Cliff. How will Canada hang on?

Los autores señalan que la trayectoria histórica de Canadá no solamente está ligada a la estadounidense, sino que depende de ella. La seguridad estratégica de ser vecino de la súper potencia, y por lo tanto pertenecer a su perímetro de seguridad, le permitió a Canadá no tener que gastar tanto en fuerzas armadas e invertir en el más generoso estado de bienestar del continente americano. La certeza de que no sufriría agresiones bélicas de su único vecino a lo largo del siglo XX les permitió a los canadienses construir una de las sociedades más prósperas del planeta. La convergencia cultural de ambos países en torno a los valores del constitucionalismo británico, el estado de derecho, la democracia liberal y la separación de poderes facilitó el intercambio comercial y la cooperación internacional en todos los órdenes. Si bien la política exterior canadiense buscó siempre un margen de autonomía relativa frente a Estados Unidos, lo cierto es que la mayor parte del tiempo compartieron objetivos esenciales. Canadá no tenía que preocuparse de olas migratorias estadounidenses en busca de empleo en Canadá, tampoco de grupos delictivos estadounidenses cruzando su frontera, menos aún de refugiados políticos. Es decir, la gobernabilidad del estado canadiense debe mucho a la estabilidad de su vecino. También el éxito económico canadiense está inexorablemente ligado al sistema de reglas e instituciones internacionales creado por Estados Unidos.

El regreso de Donald Trump al poder plantea, según estos autores, una renuncia de Estados Unidos a un marco cultural compartido con Canadá. Trump no cree en los organismos internacionales ni en el multilateralismo. Tampoco apoya el libre intercambio de bienes y servicios, sino que cree en una economía más cerrada. Ni siquiera comparte la rivalidad canadiense con la Rusia de Vladimir Putin, sino que simpatiza con el autócrata ruso y sostiene una actitud ambivalente ante China, pues plantea la competencia con aquel país, pero admira el poder unipersonal de Xi Jinping. ¿Qué puede hacer Canadá en el escenario de un nuevo y fortalecido gobierno de Trump? Thomas Homer Dixon sugiere dos cosas. Primero, intensificar el cabildeo empresarial de las grandes fortunas canadienses en Estados Unidos para favorecer políticamente a candidatos que no suscriban la agenda trumpiana. Segundo, el establecimiento de una comisión permanente con presencia de todos los partidos políticos en el parlamento canadiense para evaluación de riesgos en la relación bilateral y posibles soluciones a conflictos ante la eventualidad del regreso de Trump. La sofisticación intelectual del debate público en torno a la política exterior canadiense resulta envidiable. En cambio, en México la discusión sobre política exterior se restringe a enviar o no representantes a la toma de posesión de un salvaje dictador centroamericano. No tenía que ser así.