Ofrecer respuestas fáciles para atender asuntos o problemas complejos, mentir y prometer lo imposible es parte de la muy reconocible conducta de los arrogantes liderazgos surgidos del populismo, esa deformación política, tan costosa para las democracias cuando deviene en gobierno autoritario, en dictadura o en régimen fascista.

La realidad ha derrumbado siempre —en el siglo XX y en lo que va del XXI— las incumplibles promesas populistas cuando el fracaso del modelo se hace evidente.

Cuando eso sucede, el poder autárquico seguirá culpando al oponente, partidos, grupos o personas; sujetos reales o imaginarios y hará lo que ha aprendido: estigmatizar y hacer escarnio de quien no se pliegue a sus designios, hasta declararlo enemigo.

Una sociedad así, escindida y dividida, sin matices, separada en bandos irreconciliables de “buenos” y “malos” habrá reducido al ciudadano a la condición de paria.

En el sadismo de Estado, donde los derechos políticos, económicos y sociales propios de la imperfecta democracia se debilitan al grado de extinción, una burocracia dorada se cubre de privilegios. Las masas empobrecidas dependen de subsistencias repartidas a fondo perdido, con escasez a cambio de lealtad política.

El sadismo de Estado se cocina con la mentira o la promesa fallida cultivada sin descanso, al ciudadano se le empobrece y después se le subsidia. Es de Benito Mussolini la frase: “Si desplumas a un pollo pluma a pluma, nadie lo notará”. Otro dictador histórico, José Stalin consideró a la prensa la principal enemiga del pueblo.

Poco a poco, el autócrata traslada la responsabilidad y el poder ciudadano a sus propias manos. Bajo la fascinación de algunos y la impotencia de muchos, llega el momento en que todo el poder le pertenece.

Tengamos presente que Venezuela ingresó al sadismo de Estado por la puerta de la democracia y del control gubernamental de sus enormes reservas probadas de crudo, dilapidadas al servicio de un sueño insostenible y de una retórica en la que sólo cree el régimen del dictador en turno.

Hace algunos días, el Fondo Monetario Internacional publicó su informe, en el cual Venezuela desplazó en 2020 a Haití como el país más pobre de América latina, con un PIB (indicador que mide la suma anual de la riqueza económica generada por cada país) de apenas 15% del PIB logrado al inicio del siglo XXI.

La crisis venezolana es el resultado de años de una lenta, pero constante demolición que ha terminado por destruir la forma de vida de una nación entera.

La democracia venezolana entronizó en el poder a un carismático líder proveniente de las filas del ejército. Hugo Chávez se dedicó a desplumar al pollo hasta promulgar reformas constitucionales que terminaron por proscribir la disidencia política, los medios críticos de comunicación, expropiar cuanta empresa privada quisiera, hasta erigirse en el único detentador real del poder público.

Laurence Debray, hija de Regis, amigo de Fidel Castro y del Che Guevara hasta que se produjo el distanciamiento ideológico, menciona hoy que el único héroe verdadero tras la victoria de 1959, es el pueblo cubano, sumergido en un nivel de pobreza que sobrelleva desde hace más de 60 años.

Hoy cabe preguntarse en México, ¿Para que centraliza un presidente tanto poder? ¿Cuál es el rumbo de su política y qué quiere para la nación? Si los ciudadanos renunciamos a nuestra capacidad de crítica frente a un régimen que ataca a quienes lo cuestionan antes que atender con mejores resultados los graves efectos de una pandemia, la inseguridad, impulsar el crecimiento, el desarrollo y el empleo, acabaremos también en manos de un fascista. Eso dice la historia. Sólo una ciudadanía activa podrá cambiar democráticamente ese curso.