Este joven capitán recién salido del Colegio Militar ha sido enviado a combatir a las últimas partidas de rebeldes que quedan de la Revolución. Lo despiden su padre viudo y su hermana, preciosa muchachita de 15 años. Uno de esos bandoleros, llamado “El Machete”, tiene un hermano. Cierto día el capitán está en la cantina de un pequeño pueblo, bebiendo con amigos. El hermano del rebelde, borracho, le busca pleito; desenfunda su pistola. El capitán le da una bofetada y lo desarma. Ciego de ira el muchacho va contra el militar. En el forcejeo la pistola se dispara y el ebrio cae sin vida. Un mes después un grupo de forajidos apresan al capitán y se lo llevan. Días después alguien llama a la puerta de la casa donde vive el padre del militar secuestrado. La criada abre la puerta, pero no ve a nadie. El que llamó, sin embargo, ha dejado ahí una caja. El dueño de la casa la recoge y la abre. La caja está llena de sal. El padre, horrorizado, ve entre la sal la cabeza de su hijo. Pasan algunos años. El Machete no es bandolero ya. Se ha acogido a la amnistía del Gobierno. Un día va a la ciudad, y en el paseo mira a una bellísima mujer. Ella le ha sonreído, o al menos al antiguo rebelde le pareció que le sonreía. La sigue hasta su casa, y luego le ronda la calle. Ella asoma la hermosa cara por el vidrio del balcón y le sonríe al galán. Al día siguiente El Machete pasa por ahí con uno de sus antiguos compañeros. Le dice: “En esa casa vive la mujer con la que me casaré». El otro palidece. «Machete -le dice a su amigo con voz sorda-. En esa casa fue donde dejé la cabeza del capitán aquél». El enamorado no quiere saber nada. Aquello quedó atrás. No piensa ni razona. Responde que ha pasado tanto tiempo que de seguro la familia que ahora vive ahí es otra. Esa noche habla con la muchacha. Le dice que la quiere “a la buena”, y le pide que lo reciba en matrimonio. Ella vacila. Su padre jamás permitirá que se case con un hombre como él. Sin embargo, confiesa ruborosa, ella también está enamorada. El Machete, entonces, le propone escapar juntos. Ella acepta. Esa misma noche huyen los dos. El padre, cuya única compañía era la de la muchacha, casi se vuelve loco de dolor. Da por muerta a su hija, y a todos sus conocidos les prohíbe que le hablen de ella. Transcurre un año. Cierta noche alguien llama a la puerta del dolorido padre. Él mismo abre y se ve frente a su hija. Su primer impulso es despedirla con violencia, pero ella le suplica que le oiga unas palabras. El señor, entonces, le permite entrar. La muchacha lleva una sombrerera. La pone sobre la mesa de la sala y la abre. Le pide a su padre que vea lo que en la caja trae. El señor se asoma al interior de la sombrerera y mira en ella la cabeza de El Machete. La muchacha le dice con acento vengativo: «Cabeza por cabeza, padre». En silencio el señor la abraza. Ha comprendido. Su hija, sin decirle nada -él le habría prohibido que hiciera eso-, aplicó su astucia femenina para dejarse ver por el bandido. Con sus artes de mujer logró que se enamorara de ella, e hizo el supremo sacrificio de irse con él para poder estar cerca del hombre que tan cruelmente asesinó a su hermano. Ciego de amor, El Machete jamás sospechó nada. Y así, en un viaje que los dos hicieron a la Ciudad de México, una noche, ebrio de vino y exhausto de amor, el hombre se entregó a un sueño del cual ya no despertó. Dormido lo degolló la joven y le llevó a su padre la cabeza del odiado asesino. Al día siguiente huyeron los dos a los Estados Unidos para escapar lo mismo de la ley que de los amigos del muerto. Historias de venganza hay muchas. Ésta es sólo una más. FIN.

Mirador

Por Armando FUENTES AGUIRRE.

El color rojo llegó y me dijo estas palabras:

-Soy el mejor color.

Al punto recelé de él. La vida me ha enseñado a desconfiar de quienes dicen ser el mejor. Más aún: he aprendido que nadie es el mejor. Tarde o temprano llega alguien mejor. Le dije al color rojo:

-Si usted es el mejor, pintemos entonces de color rojo el cielo. Pintemos de rojo las selvas y los bosques. Pintemos de rojo el ocre del desierto y el blanco de los hielos árticos. Si el rojo es el mejor color hagamos que todo sea rojo. Debo advertirle un riesgo, sin embargo: entre tanto rojo se perderá usted, el color rojo.

El color rojo enrojeció, no sé si de ira o de vergüenza. Se quedó pensando y dijo luego:

-Tiene usted razón. No soy el mejor color: soy sólo un color distinto.

Así dijo el color rojo. Desde ese día es un color más entre el azul del cielo, el verde de las selvas y los bosques, el ocre del desierto y el blanco de los hielos árticos.

¡Hasta mañana!...

Manganitas

Por AFA.

“. No hay alojamientos para los agentes de la Guardia Nacional.”.

Entre dislates sin fin

asoma este nuevo afán.

Finalmente los pondrán

en algún Holiday Inn.