Hoy aparece aquí el cuento titulado “La chivita y el pastor”. Su contenido sicalíptico es tan alto que las asociaciones defensoras de la moral han prohibido su lectura. Desde ahora se advierte a las personas con pruritos de conciencia que se abstengan de posar los ojos en tan vitando chascarrillo. Si la Suprema Corte de Justicia no echa abajo la llamada Ley Bonilla se perderá la última posibilidad de mantener la integridad de la República. A falta de freno o contrapeso se fortalecerá el poder, ya de por sí excesivo, de López Obrador. Se consumará un grave atentado contra la democracia en México. Quedará burlada la voluntad de los bajacalifornianos, que eligieron a Bonilla para que gobernara dos años, no cinco, y se sentará un ominoso precedente que será amenaza no sólo para el orden constitucional sino también para la paz y estabilidad de la Nación. Los ministros que voten a favor de la prolongación del mandato de Bonilla se deshonrarán a sí mismos: pasarán a la Historia como siervos del Presidente y no como defensores de la legalidad. En cambio el voto unánime en contra de esa ilícita intentona nos dará nuevo aliento a quienes creemos en la democracia y la libertad, pues sabremos que ante el peligro de que se instaure en el país un poder absoluto está el valladar de una Suprema Corte independiente. Eso esperamos. En eso confiamos. Y ahora he aquí el anunciado cuento prohibido. Quienes tengan repulgos de moralina deben saltarse en la lectura hasta donde dice “FIN”. Zalacili Zula era novelista. Jamás terminó de escribir una novela, es cierto, pero había comenzado varias, lo cual lo hacía acreedor al título. Sus amigos lo criticaban: “¿Para qué te molestas en escribir novelas cuando en Gandhi puedes hallar muchas ya escritas y comprarlas a buen precio?». Él, sin embargo, aspiraba a la inmortalidad. «¿Por qué nomás Dostoievski, Dickens y Balzac?”, preguntaba con enojo. Decía pertenecer a la escuela naturalista y afirmaba: “Algún día se hablará de los grandes autores del naturalismo: Zola, Cela, Zalacili Zula”. Un día se decidió por fin a escribir la novela del siglo. Vendió todos los libros de su biblioteca -los seis-, le pidió algo de dinero a su mamá y sin más equipaje que “dos mudas de ropa y mis ilusiones” -así escribiría después en su proyecto de autobiografía- se fue a la montaña en busca de un tema rural para escribir sobre él. Tuvo suerte: bien pronto dio con un pastor de cabras cuyo aspecto físico se asemejaba al de Pascual Duarte. Le ofreció un cigarrillo y le pidió: “Cuéntame algún episodio dramático de tu vida. Con él escribiré la novela del siglo». «Bueno -empezó el hombre-. Un día una chivita se perdió en el monte. Junto con otros diez pastores fui a buscarla. Tardamos una semana en dar con ella. Cuando al fin la encontramos estábamos todos tan rijosos que hicimos uso indebido de la chivita”. “Ya entiendo -dijo el novelista tomando notas en su libreta de viaje-. Luxuria consummata contra naturam. Coitus cum bruto. Interesante, pero sin el dramatismo que mi plan novelístico requiere. Dime de algún otro episodio de tu vida más dramático”. “Bueno -contó el pastor-. Un día la hija de Salicio se perdió en el monte. Diez pastores y yo fuimos a buscarla. Cuando la encontramos sucedió lo mismo que con la chivita”. “Ya veo -dijo el escritor-. Stuprum, oppresio mulieris invitae. Todos hicieron uso indebido de la infeliz muchacha. También muy interesante, pero sin suficiente dramatismo. Cuéntame un episodio de tu vida que sea verdaderamente dramático; algo que te haya dejado una indeleble marca, una huella imposible de borrar”. “Bueno -relató entonces el pastor-. Un día yo me perdí en el monte”. FIN.

Mirador

Por Armando FUENTES AGUIRRE.

Se habla de una hermosa mujer que desde hace muchos años vaga por el mundo.

No envejece. Testimonios diversos de varias generaciones de hombres dan constancia de que su edad es la misma siempre. No se alteran los rasgos de su rostro, siempre bello, ni cambian las proporciones de su cuerpo, grácil y armonioso siempre.

En uno de mis viajes oí una leyenda acerca de ella. Según se cuenta un escultor talló en mármol la imagen de una mujer desnuda. Enamorado de la estatua le ofreció su alma a Lucifer con tal de que la efigie cobrara vida. El demonio le cumplió el deseo: la fría piedra se volvió carne tibia; la estatua se convirtió en mujer. Sucedió, sin embargo, algo que sólo el espíritu maligno pudo tramar: cuando el escultor tocó a la mujer él se convirtió en estatua.

Cualquier hombre que la toque, afirma la leyenda, correrá la misma suerte. La mujer, entonces, vive en perpetua soledad. Ella no tiene la maldad de Lucifer. Sabe del destino que aguarda a quien se acerque a ella, y se aleja de todos.

Yo no he visto a la mujer. Dicen que es la más bella que han visto ojos humanos.

Temo verla.

Si la mirara.

¡Hasta mañana!...

Manganitas

Por AFA.

“. ‘No estoy de florero’, dice AMLO.”.

Cuando esa nota leí

una duda me surgió.

¿Florero? Es cierto: él no,

pero el Gabinete sí.