Amaneció el día 27 de septiembre de 1821. “El sol -escribió un cronista de la época- parece que echó sus rayos con mayor esplendor y brillantez para alegrar este día”. La Ciudad de México era un hervidero. Todas las calzadas se veían llenas de carruajes, y una muchedumbre se apresuraba hacia las calles por donde pasaría el desfile del invicto Ejército Trigarante. Los nuevos colores nacionales -verde blanco y rojo- lucían por todas partes. Se oían repiques de campanas, música de bandas militares, relinchos de caballos, risas, algarabía, rumor de multitud. De pronto llegó del rumbo de Chapultepec un sordo rumor como de río que se desborda. Era el desfile que encabezaba Agustín de Iturbide, no el consumador de la Independencia, sino su verdadero autor, el emancipador de México. Jamás se había visto en la antigua capital del virreinato un ejército tan grande como aquél. Lo formaban 16 mil hombres; 8 mil a caballo y otros tantos a pie. Las filas de soldados se extendían en largas columnas cuyo final no se alcanzaba a ver. Estalló el vocerío. La multitud prorrumpió en vivas y aplausos. ¡Llegaba Iturbide al frente de sus tropas! No lucía, por supuesto, el uniforme de coronel realista que tan bien portaba, con su lujo de insignias y medallas, charreteras, alamares, entorchados y profusas bordaduras en hilos de oro y plata. Llevaba un simple uniforme de campaña sin adorno alguno ni seña que diera a ver su calidad de jefe de aquel triunfante ejército. Una sola nota de color mostraba Iturbide: se cubría con un sombrero alargado, de los llamados “de empanada”, coronado por un breve penacho de plumas verdes, blancas y encarnadas. Iturbide llevaba ese sombrero porque se lo había regalado un día antes doña María Ignacia Rodríguez de Velasco, la famosísima, bellísima y descocadísima Güera Rodríguez, con quien el libertador había tenido -y seguía teniendo- sabrosos dimes y diretes. El adalid había desviado el trayecto del desfile para pasar por la calle de la Profesa, donde vivía la hermosa dama. Ahí la sonora voz de mando de Iturbide hizo que el ejército se detuviera. En su balcón, sentada en elegante silla, feliz, dándose aire plácidamente con un abanico nacarado, estaba la Güera Rodríguez. Ante ella se descubrió Iturbide, galante y galano. La Güera correspondió al saludo con una sonrisa seductora. Iturbide, entonces, a la vista de todos, arrancó una de las plumas de su sombrero, llamó a uno de sus ayudantes de campo y se la entregó al tiempo que le decía algo al oído. Presuroso, el edecán fue y puso el obsequio en manos de la Güera. Doña Ignacia tomó el levísimo trofeo y se lo pasó por las mejillas una y otra vez, como si así quisiera compartir la gloria de su dueño. Luego envió con la pluma un disimulado beso a Iturbide, que se inclinó sobre su caballo, caballeroso. Luego continuó el desfile. La columna llegó a la calle de San Francisco. Frente al convento de los franciscanos esperaba el Ayuntamiento de la Ciudad, en pleno. Un alto, esbelto arco -se ve en los nuevos billetes de 20 pesos- se había erigido en homenaje al emancipador. Al pie del monumento aguardaba el coronel don José Ignacio Ormachea, alcalde de primera elección. Iturbide bajó de su caballo, fue hacia el edil y lo abrazó. El funcionario tomó las llaves de oro de la ciudad y las entregó, solemne, a Iturbide. Las tomó éste y dijo con voz clara que todos los que estaban ahí pudieron escuchar: “Estas llaves son las de unas puertas que deben estar cerradas para siempre a la desunión y el despotismo, y siempre abiertas a todo lo que pueda hacer la felicidad común”. Después de 200 años esas palabras las podemos decir nosotros hoy. FIN.

Mirador.

Por Armando FUENTES AGUIRRE.

Madrugo. Desde mi dormitorio en la casona de Ábrego he oído el canto del pájaro madrugador.

Es la primera ave que nos regala el alba. Después vendrán los gorriones, las calandrias, los dominicos, las urracas, los descarados pajarillos que se meten hasta la cocina y se llevan lo que pueden llevarse -en la ciudad se les llama “chileros”, pero aquí la gente les dice “carrancistas”-, las tórtolas de doliente canto, el cenzontle, cuyo nombre por acá no es tan bello ni tan sonoro: “chico”.

Pero el primero en cantar es el pájaro madrugador. Antes de que los gallos canten canta él, cuando apenas se adivina el claror del amanecer en los altos picachos de Las Ánimas.

Yo quiero a esta avecilla tempranera. Con su canto me dice: “¡Anda! ¡Es un nuevo día! ¡Anda!

¡Eres un nuevo tú!”.

¡Hasta mañana!...

Manganitas.

Por AFA.

“. Bicentenario de la Independencia.”.

¿Independencia? Veremos.

¿Por qué no la celebramos

el día en que al fin podamos

producir lo que comemos?