He cuestionado ciertos “esperpentos” colados en la legislación penal. Lo hago de nuevo. En 1996 comenzó el ingreso de estas figuras erróneas. El parto de entonces corrió a cargo de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada. La califiqué como “el bebé de Rosemary”, porque engendró una nueva especie oscura y ominosa, que luego subió a la Constitución a través de la reforma de 2008.

Esta “reforma constitucional ambigua” --así la denominé-- trajo consigo gotas de veneno depositadas en un vaso de agua que se proponía saciar la sed de justicia. Reconozco que la reforma de 2008 aportó progresos notables. Los alabo y celebro. Pero también reitero que contuvo errores monumentales, que implicaron un gran retroceso en nuestra legislación penal. Para colmo, fueron agravados por la reforma constitucional de 2019, otro achaque regresivo.

En su reciente sentencia sobre prisión preventiva oficiosa, la Suprema Corte abrió el camino para rectificar el entuerto que introdujo la reforma de 2008 y profundizó la de 2019. La Corte rechazó el desbordamiento que implica aplicar aquella medida cautelar a ilícitos fiscales. Habrá que hacer más, pero este es un primer paso en la dirección correcta.

Digo que será preciso hacer más, porque la prisión preventiva oficiosa (prisión en serie, automática, sin consideración sobre el caso particular) se mantiene en el texto constitucional. El presidente de la SCJN consideró —con absoluta razón— que esa figura es “inconvencional”, es decir, contraviene la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Ahora bien, la raíz de esa inconvencionalidad se halla en la propia Constitución.

Hace algunos meses, el expresidente de la Suprema Corte Juan Silva Meza y yo publicamos un libro con el sello editorial del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM (sí, la Universidad de la Nación, últimamente asediada por la ignorancia y el autoritarismo) bajo el título “Sistema penal: errores y desvíos”. Ahí analizamos detalladamente la prisión preventiva oficiosa, que desdeña derechos humanos y amplía con desmesura la función persecutoria del Estado autoritario. Recordamos cuáles son los límites racionales, históricos, jurídicos, morales, de la restricción de libertad que se dispone cuando todavía no existe certeza sobre la responsabilidad penal de una persona. En un sistema respetuoso de los derechos humanos, que no se vale del aparato de justicia para oprimir, la prisión preventiva se limita a los casos en que el imputado puede sustraerse a la justicia o frustrar el proceso. En los otros casos, el proceso se debe seguir en libertad.

Por supuesto, la sentencia de la Suprema Corte fue inmediatamente combatida por un defensor —también oficioso— del atropello al que me refiero. En la ruidosa matinée se elevó la voz del pasado para defender lo indefendible y atribuir a la prisión preventiva méritos que no tiene. Se dijo que la libertad provisional de los imputados sirve para proteger delincuentes acaudalados que agravian a la sociedad. Difícilmente se podría encontrar argumento más ligero e infundado, que sólo tiene en su haber la vocación autoritaria de quien se interna cada vez más en el menoscabo de los derechos fundamentales y la lesión a los valores primordiales de una sociedad democrática.

Creo que los juzgadores —en este caso, los integrantes del más alto tribunal— han soportado muchas arremetidas de este género, y me temo que otras vendrán cada vez que una sentencia incomode al poder omnímodo. Pero es misión de la magistratura resistir y defender. Grave tarea de quienes tienen a su cargo la garantía del derecho y la justicia.