Los Otros (desde el encierro)

El día nos recupera las señales que la vida urbana nos roba: la salida del sol taimada y suave, su insistencia de mañana primaveral, su arrebatada presencia de media tarde y su reverencia de ocaso gentil y rosado para que el crepúsculo nos suma en la inquietante oscuridad de la noche. Navegamos el día contrapunteando el dulce morado de las jacarandas con la amarga corriente de las noticias, con la avalancha de muertes en Italia y en España. Nos acogemos a la promesa celeste del cielo, como si la sombra que acecha fuese una ficción, como si el meteorito que ya se avizora inevitable fuese la película Melancolía, de Lars von Trier, y no una realidad que llegará. El silencio que se instala sobre la ciudad, implacable siempre y ahora domada como un caballo resignado a su suerte, nos revela trinos y piares y el aviario mismo que resiste la contaminación y engalana las copas de los árboles en pie.

No sólo reconocemos nuestra rotación de 24 horas alrededor del sol si no nuestros ritmos y hábitos más elementales. Ese despertar, planear el suministro de los víveres y enseres, preparar la comida, limpiar la casa, sanitizar lo vulnerable, moverse un poco, trabajar otro tanto, reconocer el deslizar del tiempo, perder la sensación del día de la semana, borrar los bordes de los deberes, anotar qué día es para atender lo laboral que se mira desde la pantalla, escuchar música, ver películas, prepararse para el refugio de la noche, que es ahora una enemiga porque su silencio y su oscuridad rezuman a muerte, a soledad en hospitales y entonces bebemos, como el suero los enfermos, las noticias que aceitan nuestro insomnio y nos pensamos vulnerables y no invencibles como el morado de la jacaranda. Aceptamos que somos sexagenarios (los que lo somos) y que nuestro reloj interno marcha contradiciendo el biológico, pero las noticias y los más jóvenes insisten en que no salgamos, que no toquemos a los niños, que los nietos son factor de riesgo, pero ellos y los que están armando su futuro no, porque la libran, las más de las veces. Nosotros, grupo de riesgo, al tiempo que tememos, sentimos alivio de que no será a nuestras criaturas a quienes cercene la pandemia, de que hay futuro. Darwin parece mirar desde una repisa, anotando las cifras de la cruel cizaña de la selección natural: los más aptos sobreviven.

Pero también se sobrevive más allá de saciar las necesidades elementales, de lavarse las manos, de desinfectar lo desinfectable. Se sobrevive más allá de atender nuestra responsabilidad social, de tomar distancias (como en las mañanas de colegio), de quedarse en casa. Se sobrevive inventando formas de estar con los demás porque, como lo reveló un estudio que la Universidad de Harvard realizó siguiendo las vidas de individuos durante más de 75 años, para intentar identificar el factor de la felicidad, lo fundamental es el amor en todas sus formas: la familia, la pareja, la amistad; la cercanía de los otros. Y en estos tiempos de encierro, los Otros, aunque no los viéramos muy frecuentemente pues el chat daba la falsa ilusión de cercanía, revelan la imperiosa necesidad de su presencia. Entonces, como tenemos más tiempo y menos prisa, como nos dejamos de mover y atendemos el silencio de la ciudad, el canto de los pájaros, los ladridos de los perros, el martilleo en la casa del vecino, el zumbido de la abeja, conversamos con los que convivimos y hacemos citas virtuales con los que no vemos. Sí, no basta con esos chats colectivos que despersonalizan y banalizan el tiempo que pasamos juntos (a pesar de la sensación de necesidad del WhatsApp en estos tiempos, empiezo a vacunarme contra su uso indiscriminado), se necesita la voz y la imagen. La una nos recuerda el tiempo de las llamadas por teléfono en que la textura y cualidad de la voz cargaban de alguna emoción las palabras y la otra, el diálogo de los gestos y las sonrisas: lo humano de la comunicación. Este tomar el teléfono y hablar, este ponerse frente a la pantalla en grupo o a dúo par recuperar la tertulia nos recuerda que entre nuestras necesidades primarias está el contacto humano, la comunicación fresca y no cobijada en líneas tecnológicas, donde lo mejor que sucede son los videos que cantan, los memes con humor, porque el humor y la charla son una forma del contacto que nos permite sobrevivir a la incertidumbre de la sombra. Sin duda, pasada la tormenta, habremos de reconocer la necesidad de citarnos, reunirnos, llamarnos y procurar la forma más humana de la cercanía.