Cuando un amigo se va

Si la muerte de nuestros queridos es dolorosa, en tiempos de confinamiento lo es más. Además de las estadísticas diarias, el sonido de las ambulancias, los semáforos, las prevenciones, el desacato, las confusiones y la incertidumbre pasan otras cosas graves: la violencia intrafamiliar crece, las adicciones se acentúan, la soledad se cobra depresiones y despropósitos. El discurso optimista de lo mucho que aprendemos de nosotros mismos, de la oportunidad y la quietud del planeta, de una nueva construcción del día a día para un entorno más amable y más humano palidecen ante lo que también pasa: la gente se enferma, va a los hospitales por otras razones que no son el Covid-19, la gente muere. Y si sabemos que es ley de vida, también hemos ideado rituales para el tránsito hacia el inevitable fin de nuestros días. Cada cultura, cada localidad, cada comunidad o familia tiene su propia manera de despedir a los suyos, de acompañarse, de estar juntos en un abrazo prolongado que permita compartir la pena por la pérdida y rememorar a quien ya no está más. Pero la pandemia también nos ha quitado el abrazo luctuoso, el pésame sin palabras que es un apretón corazón a corazón.

Clemente Merodio López murió el 22 de mayo por un cáncer irremediable y devastador. En el mundo editorial fue una figura reconocida pues dirigió varias editoriales y sellos, particularmente se dedicó a libros de texto. También estuvo al frente de CeMPro, que defiende los derechos de los autores ante el fotocopiado ilegal de sus textos. Era sobre todo un amante de los libros, también tuvo librería, Fojas Novas, y fue un entusiasta promotor de la lectura. Pero más que eso, y por encima de ello, Clemente era un querido amigo desde antes de que su profesión y mi camino nos llevaran a empatar en numerosas ocasiones donde él gentilmente me invitaba. (Hasta un libro de texto para biología hice cuando él estuvo al frente de Santillana). Como parte de un grupo entrañable de amigos donde se fundaron romances y familias, Clemente era un gustoso del flamenco. Hasta una peña de flamenco tuvimos en los 80 para estudiar géneros, entender, comprender y escuchar guiados por Emilio Perujo, con quien yo estrenaba matrimonio. Y otra de gastronomía donde descubríamos restaurantes tradicionales del centro de la ciudad y asentábamos la crónica en un cuaderno colectivo. Tan le gustaba el flamenco que cuando se inauguró el restaurante de Juan Carlos Merodio, que llevaba por nombre Goya 64 —en alusión a la privada de Mixcoac donde crecieron varios de los amigos— frente a los Viveros de Coyoacán, hizo sonar a todo volumen Siempre así “Salve Rociera”, flamenco que pone la carne de gallina y hace vibrar una emoción luminosa. En esa oscuridad y con las velas encendidas la música bautizaba el espacio y a todo pulmón cantábamos ese himno andaluz. Así recuerdo a Clemente, alegre y vital, entusiasta y afectuoso.

Con estas palabras quisiera abrazar a su familia, que es muy querida mía, a sus amigos. Y proponer que se lean estas notas tristes a tono con el espíritu de Clemente, descendiente de asturianos y gallegos, amante del cante y la fiesta rociera, lector apasionado y generoso y cálido amigo. Elijo la cadencia festiva de las sevillanas, porque no faltó celebración o reunión donde la música no nos convocara para bailarlas mal o bien. A ti, Clemente, la Sevillana del Adiós: Cuando un amigo se va, algo se muere en el alma, que no se puede borrar. No te vayas todavía, no te vayas por favor, que hasta la guitarra mía llora cuando dice adiós. Te quedas con nosotros.