En el Acuerdo de París, ratificado por México en septiembre de 2016, nuestro país se comprometió a reducir a más tardar en 2024, ¡en ese año electoral, ni más ni menos!, las emisiones del sector industrial mediante la generación alternativa de un 35% de energía limpia en ese año y un 43% a más tardar en el año 2030. México además se comprometió a reducir en 22% la emisión de gases de efecto invernadero (los que atrapan el calor en la atmósfera) y en 51% las emisiones de carbono negro.

Pero, quizás se pregunte usted como yo me pregunto ahora, ¿podrá realmente México cumplir con ese ambicioso, y ciertamente necesario, compromiso internacional? Me temo que no, la verdad es que en estos momentos es ya casi imposible lograr esa meta. A como vamos, esa buena intención acabará siendo otra más de las promesas fallidas de la actual administración federal.

En efecto, de 2018 a 2019 el porcentaje de la energía eléctrica derivada de fuentes de energía limpia en México, tanto renovable como nuclear, no se incrementó sino que de hecho acabó reduciéndose de un año al otro: de 21 por ciento en 2018 pasó a 20.8 por ciento en 2019. Una caída insignificante, podría esgrimir un entusiasta. Pero ese dato es un síntoma de lo que podría estar por venir: si queremos realmente cumplir con nuestros compromisos internacionales, en apenas cinco años, de 2020 a 2024, tendremos que reemplazar la energía fósil por la energía limpia a razón de, al menos, un tres por ciento anual. Vaya reto.

Y lo más lamentable de todo es que esa situación tan lastimosa no hubiera tenido que serlo si, independientemente de las filias y las fobias entre este gobierno y el anterior, se hubiera continuado en este sexenio con el mecanismo de subastas que prevalecía en el sector energético. En efecto, ese mecanismo, óptimo desde un punto de vista económico, obliga a las empresas que quieren participar en el sector a ofrecer los precios de energía más bajos posibles, al ponerlas a competir entre ellas. De 46 dólares promedio por la oferta de un megawatt-hora (la medida usual de la energía entregada), el precio se logró reducir tras varias subastas hasta precios competitivos internacionalmente.

Pero lo más interesante del proceso es cómo se apoya la generación de energía limpia, la cual no es aún competitiva ante los combustibles de precios bajos (y altamente contaminantes). La clave son los llamados Certificados de Energías Limpias, los cuales tienen que ser comprados por los grandes consumidores, entre ellos la Comisión Federal de Electricidad (CFE), para garantizar que su energía limpia cubre al menos un cierto porcentaje del total (5% en 2018 y 7.4% este año, por ejemplo).

Ahora bien, para propiciar la oferta de nuevos generadores de energía limpia, la ley establecía que solo podían recibir esos certificados las centrales eléctricas limpias que entrasen en operación con posterioridad al 11 de agosto de 2014. O, en su defecto, las que habiendo entrado en operación antes de esa fecha hubieran realizado proyectos para aumentar su producción de energía limpia.

Todo parecería marchar sobre ruedas, ¿verdad? Pero desgraciadamente no es así. La actual administración volvió a regar el tepache recientemente, al modificar la naturaleza de los certificados para permitir que la Comisión Federal de Electricidad pueda obtenerlos, tramposamente, con las centrales hidroeléctricas ya existentes así como con la central nuclear de Laguna Verde.

Así pues, el gobierno de un sopetón redujo de manera significativa la dependencia de la CFE respecto a los proveedores de energía limpia. Esto no solamente pone en riesgo el compromiso adoptado por México en el Acuerdo de París, sino la inversión privada en el sector, la cual ronda en este momento la cifra de 170 mil millones de pesos. Y luego no saben por qué el país no crece...

Profesor del Tecnológico de Monterrey.