Ver

En algunas tardes de domingo durante la pandemia, me he dado tiempo de ver, en forma diferida, algunas Misas celebradas por obispos y sacerdotes de diferentes parroquias y diócesis, tanto por curiosidad, como para aprender de ellos y empaparme de su espíritu. Es muy satisfactorio comprobar cuántas personas siguen esas transmisiones y, al no poder participar presencialmente en la Eucaristía, han alimentado de esta forma su fe y su pertenencia a la comunidad eclesial. Nunca serán lo mismo, ni tendrán el mismo valor, pero han dado un gran servicio pastoral.

He tenido curiosidad de fijarme particularmente en el servicio de la homilía. Las que he oído completas, me parecen profundas, edificantes, testimoniales y provechosas. Hay una gran variedad en cuanto a su duración. La mayoría van de ocho a diez minutos; pero algunos se pasan hasta los quince y me ha tocado escuchar a un hermano obispo que, con mucho entusiasmo, dura casi media hora.

En una arquidiócesis estadounidense, se dio el mandato episcopal de que, por las restricciones sanitarias de la pandemia, una misa dominical no debería durar más de treinta minutos, y la homilía no exceder los cinco minutos. A los sacerdotes que no respetaron este tiempo, se les amenazó con una pena canónica… Caso contrario, un sacerdote, en otra parte y en otro tiempo, defiende a capa y espada que su homilía debe durar al menos una hora, porque, dice, es el único momento en que puede contar con la presencia de fieles. ¡Qué poco sentido litúrgico! Confunde una homilía con una catequesis o una clase.

Pensar

El Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la Liturgia, describe así la homilía: “Es una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, particularmente en la celebración de la liturgia” (SC 35). Sus fuentes principales son la Sagrada Escritura y la liturgia. Y la Institución General del Misal Romano explicita: “La homilía es parte de la Liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación, o de algún aspecto particular de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del Propio de la Misa del día, teniendo siempre presente, ya sea el misterio que se celebra, ya las particulares necesidades de los oyentes” (no. 65).

El Papa Francisco, en su Exhortación Evangelii gaudium, le dedica varios párrafos a este tema. Entre muchas otras cosas muy sabias, dice: “La predicación dentro de la liturgia requiere una seria evaluación de parte de los pastores. Son muchos los reclamos y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. Los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. ¡Es triste que así sea! La homilía puede ser una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento” (135).

“Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante nuestra palabra. Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes. Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas. Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad. Con la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar», atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos” (136).

“La proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza. Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto” (137).

“La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro” (138).

Actuar

Los predicadores, pidamos al Espíritu Santo la gracia de ser buenos ministros de la homilía; y los fieles, que tengan la audacia y la caridad de corregirnos, si no la hacemos bien.

Obispo Emérito de SCLC.