En ocasiones es difícil saber la verdad. Lo es más cuando esta incumbe al ser humano. Demasiadas noticias, innumerables escritos históricos y científicos, incontables versiones, algunas veraces, otras falsas, dificultan concluir y llegar a la “verdad”. Dudé en utilizar la palabra verdad, por eso la entrecomillé. Si algún día releo este breve texto decidiré si fue afortunada mi decisión; lo mismo pienso y deseo le ocurra a quien lo lea.

¿Quién pobló primero la Tierra: el ser humano o los animales? La respuesta divide en dos a la población: los creyentes apuestan por “su orden”: algunas creencias piensan que fue el ser humano, otras que insectos y animales. A los descreídos nos da igual el orden o el desorden; no así las consecuencias ni la lúgubre realidad de la Tierra herida que año tras año se agrava. La pregunta previa proviene de la siguiente: ¿Cómo sería la Tierra sin seres humanos?, cuestión, lo sé, con una dosis de sin sentido, el cual espero disminuya a partir de las siguientes disquisiciones. Inicio: El ser humano es “causa y consecuencia”.

Nuestra especie empezó a poblar la Tierra aproximadamente hace dos millones y medio de años. Poco a poco, gracias al fuego, a la caza, a la rueda y a la modificación de la vida nómada, su status en la Tierra cambió y por ende las relaciones con ella. Todo se transformó; la estructura natural de nuestra casa empezó a ser utilizada por la especie humana. Agua, ríos, mares, tierra, árboles, población animal, insectos, praderas marinas, bosques y todo lo que incluye la palabra Naturaleza cambió debido a la presencia del ser humano.

Muchas acciones devinieron variaciones positivas: salud, agua potable, transporte, y entre otras, casas; algunas, al principio, sin calcularse las consecuencias futuras —era imposible hacerlo— modificaron, primero, poco a poco la ecología y después con celeridad extrema. Hoy hemos empezado a pagar por nuestra irresponsabilidad. Creer que somos los dueños de la Tierra y de sus habitantes naturales ha sido un grave error. Hemos perturbado el equilibrio de plantas, insectos, animales y otros habitantes indispensables para nuestra vida y nuestra morada como son agua dulce y salada, aire y árboles.

Lo mismo debe pensarse en cuanto al silencio, espacio que merece más atención. Hemos alterado la música propia y el silencio de la Naturaleza. Los cánticos de los pájaros, el ulular del viento, los zumbidos de insectos y abejorros, la música de la lluvia y el lenguaje de árboles y plantas expuestos a la fuerza del viento han cambiado o se han perdido. Industria, automóviles y aviones han roto esa armonía y han inundado a la Naturaleza de ruidos ajenos a ella y a nuestra especie la han sometido a un mundo ruidoso donde el silencio, bienhechor y codiciado espacio, desaparece y desaparece…

Arremetemos con todo, contra nuestra casa e incluso contra los escasos grupos indígenas bolivianos, peruanos o de otros lares cuya vida se entremezcla en armonía con la Naturaleza, sin que a ellos les interesen parámetros propios de la toxicidad de humanos racistas, tales como longevidad, impuestos, vida burocrática o establecimientos propios de nuestro medio, bancos, burós políticos, ejércitos “buenos y malos”, prediales y un inmenso, abominable e interminable etcétera.

Arrasamos con todo lo que está a nuestro alcance y con incontables pares sin que importe si están o no cerca de nosotros. Los desequilibrios producidos por la especie humana contra símiles y contra la casa Tierra no deben achacarse a nuestros ancestros: ellos ignoraban las consecuencias producto de sus actividades. No nos engañemos: desde hace más de un siglo, las advertencias científicas y filosóficas sobre el deterioro de la salud de la Tierra son legión.

Destaca, entre los argumentos esgrimidos desde hace décadas, una palabra: supervivencia. Supervivencia del ser humano, de la sociedad y de la Tierra. A diferencia de la oración que encabeza este texto, hoy no es difícil saber la verdad: El ser humano es el cáncer de la Tierra.