Afganistán: Pierde EU guerra y control del opio

Tuvieron que pasar casi 20 años, para que el gobierno de Joe Biden ordenara la retirada total del ejército estadounidense, que junto con sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), invadieran Afganistán en persecución del exagente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), Osama Bin Laden, como responsable de los atentados que destruyeron el 11 de septiembre de 2001, las Torres Gemelas de Nueva York.

En lo que ha sido la guerra más larga y costosa de la historia para la Unión Americana (un billón de dólares), con una supuesta captura y muerte del “terrorista” más buscado del planeta, del que nunca se difundieron las imágenes de sus restos, salvo la versión de que fueron echados al mar, con su retiro de los últimos tres mil combatientes, Washington pierde el control de la industria del opio, con su principal derivado la heroína, que desde antes del arribo de sus tropas ha servido para financiar al Talibán y otros grupos extremistas como el Estado Islámico y Al Qaeda, así como para corromper la sociedad civil del país.

Producción del opio –amapola-, que en el inicio de las acciones bélicas llevadas a cabo de manera conjunta con las tropas del Reino Unido en octubre de 2001, de acuerdo con la Oficina de Drogas y el Crimen de la Organización de las Naciones Unidas, la siembra del estupefaciente cubría una extensión de 74 mil hectáreas.

Una actividad que ya con la presencia de Estados Unidos y sus aliados que apoyaban al nuevo gobierno afgano que sustituyó al de los talibanes, se incrementaría extraordinariamente, al grado de generar una respuesta para su combate en 2017, mediante la denominada “operación Tempestad de Acero”, sobre todo porque el cultivo había aumentado en el año anterior 120 mil hectáreas.

Las cifras más recientes de la ONU, revelarían que actualmente el territorio dedicado a la siembra de amapola, rebasa las 328 mil hectáreas, todo, bajo la coordinación del gobierno de Afganistán y los aliados de la OTAN, lo cual ha permitido dejar atrás el procesamiento artesanal que se sustentaba en la disecación de la savia del opio, la cual se empacaba para ser exportada a otros países, donde se procesaba para convertirla en heroína.

Hoy se sabe que más de la mitad del opio que se produce en suelo afgano, se transforma internamente en laboratorios perfectamente ubicados, para dar paso a la transformación de la materia prima en morfina o heroína, situación que permite mayores facilidades para sacar la droga de contrabando, de tal forma que los traficantes pueden desplazarla fuera de Afganistán, bajo la protección de los talibanes que siguen vigentes y se dan el lujo de la extorsión, al exigir un pago de 20 por ciento por el total de ganancias.

Una guerra demasiado sospechosa en cuanto a su prolongación y a la forma del manejo de los intereses de los involucrados, reflejado en el desbordado crecimiento de la producción del estupefaciente, que coincidiría en su momento con la declaración formal de la Casa Blanca, de una guerra frontal hacia la introducción al países de la heroína, así como al consumo desquiciado de la droga en toda la Unión Americana.

Sería en octubre de 2017, cuando el gobierno de Estados Unidos declarara la Emergencia Nacional de Salud por este problema que consideraría como grave, una vez que más de dos millones de estadounidenses fueran catalogados como adictos a los opioides y las sobredosis, por el consumo de esta drogas, que se habían convertido en la principal causa de muerte en el territorio nacional, superando los accidentes de tránsito y las muertes por armas de fuego.

Focos rojos encendidos en todos los niveles oficiales, al ser considerad como una epidemia, que daría comienzo con la adicción a medicinas recetadas para calmar dolor, pero que al endurecerse las normas de control para la obtención de estos medicamentos, los adictos optarían por la heroína y la droga sintética identificada como Fentanilo, que es 50 veces más potente que la derivada de la amapola.

Demasiado interés de permanencia militar estadounidense, que se explica en mucho por ser Afganistán el mayor productor de opio del mundo, pues se estima que el 90 por ciento de la heroína que se consume en los cinco continentes, se cultiva en esa apartada e inhóspita región de Asia.

Sin embargo, Washington no reconoce que su mercado de adictos tenga que ver de manera muy importante con la importación de la droga afgana, al asegurar su Agencia Antidrogas (DEA), que el 95 por ciento de los adictos europeos y 90 por ciento de los canadienses, dependen de esa producción, ya que la que se consume en la Unión Americana se importa de México y de Sudamérica.

Una versión, cierta solamente en una parte, porque de acuerdo con las investigaciones periodísticas internacionales, durante la invasión estadounidense y sus aliados, el combate a la producción de amapola en Afganistán, tendrían mucho de simulación en todos y cada una de las operaciones militares, lo cual daría margen al florecimiento de la industria de la heroína.    

Una actividad tan institucionalidad por los gobernantes locales, que hacía posible que las granjas productoras se localizaban en zonas bajo control oficial, custodiadas de manera permanente por policías que portaban armas de alto poder como las ametralladoras AK-47 (cuerno de chivo), no obstante que en el papel se ha establecido que el cultivo de opio es un ilícito grave, que se castiga con la pena de muerte.

La mejor prueba de la simulación, se daría en el hecho de que las fuerzas aliadas, al realizar la “Operación Tempestad de Acero”, que tendría la primera justificación discursiva en su comandante, el general John Nicholson, quien afirmaría que con tal acción “estamos golpeando a los talibanes donde más les duele, en sus finanzas”, al dar una conferencia horas después del primer bombardeo.

Lo inexplicable, es como 17 años después de controlar militarmente la geografía de Afganistán, se reconociera que cerca del 60 del financiamiento de los talibanes, era producto del negocio de la amapola, por lo que el “golpearlos”, debería reducir el dinero que recibían de las redes establecidas y por ende, la disminución del abastecimiento al resto del mundo.

Según los reportes oficiales, los ataques a base de bombardeos aéreos, eran iguales a los que Estados Unidos había desencadenado contra objetivos de destrucción del llamado “Estado Islámico”, en Siria, afectando refinerías de petróleos, tanques y maquinaria pesada, que redundaría en la disposición de recursos de sus líderes, para pagar a sus combatientes extremistas.

Pero en Afganistán la realidad fue otra y el engaño no saldría como se esperaba.

Como parte de su campaña de imagen del éxito de la “Operación Tempestad de Acero”, el ejército estadounidense invasor, difundiría 23 videos a los corresponsales de guerra extranjeros, en los que mostraban la destrucción de presuntos laboratorios de producción del estupefaciente.

Versiones que por supuesto no convencían a ninguno de los periodistas, ya que ninguno de los sitios exhibidos, mostraban que fuesen instalaciones de procesamiento del opio.

Hubo necesidad de que los enviados especiales se desplazaron a los lugares indicados de destrucción, para tener la certeza de que habían sido áreas de transformación de la amapola, de tal forma que identificaron 31 edificios de los manejados para sustentar la versión militar, de tal forma que pudieron averiguar lo que en ellos se hacía antes de su destrucción.

La conclusión de la investigación periodística, fue de que únicamente en uno de los lugares señalados, servía para la transformación del estupefaciente, en el momento en que fueron impactados por los ataques bélicos estadounidenses.

De acuerdo con los reportes internos de los mismos servicios de Inteligencia militares, se constataría que muchos de esos los lugares, sí habían sido laboratorios de heroína en el pasado, pero la gran mayoría estaban inactivos en el momento de que las bombas de la artillería aliada dieran en el blanco.

Otros de los detalles de esa realidad productiva de esta droga, es que no se trata de un proceso industrializado, pues la refinación del opio se hace en talleres rústicos ubicados en zonas rurales con espacios abiertos, ante la amenaza de los gases tóxicos que se generan al “cocinar” la droga.

Es por ello que a los militares afganos y de la OTAN, no les es difícil localizar los lugares de procesamiento, porque se identifican en el patrón distintivo de hogueras múltiples, en espacios que almacenan barriles de aceite, molinos para extraer la morfina, pipas de gas, además de los contenedores que guardan los químicos para el procesamiento del opio, con el detalle de que un laboratorio se insta en pocos días, por lo que al ser avisados de cualquier riesgo de ataques, se cerraba para abrir de inmediato en otro lugar no considerado como blanco.

Una historia de simulación, que al columnista le recuerda la similitud de lo ocurrido en Centroamérica, cuando La Casa Blanca autorizaría el involucramiento de la Agencia Central de Inteligencia, para involucrarse en el tráfico y comercialización en la Unión Americana, de grandes cantidades de cocaína provenientes de Sudamérica, que servirían para financiar a las tropas de exsoldados somocistas, que serían denominados “contras”, para combatir desde Honduras a los contingentes del Ejército Sandinista de Liberación Nacional (EZLN), que derrocará al dictador Anastasio Somoza Debayle, el último de la dinastía protegida durante cuatro décadas por Washington.

Sería en 2018, cuando en Washington empezarían a preocupar por los altos costos de la “Operación”, argumentando su malestar por el uso de los costosos jet de combate F-22, “para destruir un laboratorio de droga”, explicando que se trataba de uno de los aviones militares más avanzados del mundo, con un

costo por unidad de 140 millones de dólares, con una gasto de 35 mil dólares por una hora.

Sería el comandante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, general Jeffrey Harrigian, quien reconocería que a estrategia de atacar puntos de suministros financieros en Afganistán, no estaba funcionando tan bien como en Siria, por lo que se tomaría la decisión de cancelar la “Operación Tempestad de Acero”.

Igualmente se cuestionaría a los responsables de los mandos estadounidenses, al expresarles que “si la estrategia estaba diseñada para sentar a los talibanes en una mesa de negociación, con la idea de que no pueden ganar, ¿porqué bombardear laboratorios de heroína cuando podemos matar militantes talibanes”.

El fin de la presencia militar estadounidense en Afganistán, junto con la de sus aliados, concluye el 11 de septiembre próximo con resultados de evidente fracaso militar y de control de la producción de opio. El saldo rojo es como el de todas las guerras devastador para las familias de sus soldados, que en este caso dos mil 500 resultaron muertos en combates, mientras otros 20 mil resultaron heridos, más de 450 bajas británicas y otros cientos de los demás aliados.

Del lado de las fuerzas de seguridad afganas, más de 60 mil de sus soldados murieron y más de 120 mil civiles, resultaron víctimas del “fuego cruzado”.

Una invasión, la más reciente, en la que como siempre, Estados Unidos puso las balas y la población de Afganistán, los muertos, con una perspectiva regresiva, que al retirarse las fuerzas militares extranjeras, los talibanes volverán a controlar en todo al país asiático.

Premio Nacional de Periodismo 1983 y 2013. Club de Periodistas de México.

Premio al Mérito Periodístico 2015 y 2017 del Senado de la República y Comunicadores por la Unidad A.C.