La sensación de miedo en México ha dejado de ser sensación: se ha transformado, para gran parte de la población, en vivencia, en vivencia cotidiana in crescendo. Muchos son los factores subyacentes. Para algunos hoy prima la pandemia y sus complicaciones: el número de muertos y contagios no cesa, el de viejos pobres se multiplica y el de nuevos desahuciados abulta las listas.

En ambos rubros la información proporcionada por el gobierno siembra dudas e incómoda. Creerle a Hugo López-Gatell y a sus números es cuestión de fe, de fanatismo y/o de la idea impuesta por el gobierno actual: todo es correcto, vamos bien y, según Arturo Herrera, secretario de Hacienda, el año próximo crecerá la economía 4.6%, aunque acota, “la proyección dependerá de que se desarrolle exitosamente la vacuna contra Covid-19”.

Miedo es un término amplio. Engloba muchos espacios. Miedo a las catástrofes naturales, al terrorismo, a las consecuencias sociales de la pobreza, a las pandemias y a los políticos son ejemplos universales. Nadie como Zygmunt Bauman para hablar sobre el miedo. En Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores, escribe: “Más temible resulta la omnipresencia de los miedos; puede filtrarse por cualquier recoveco o rendija de nuestros hogares y de nuestro planeta. Puede manar de la oscuridad de las calles o de los destellos de las pantallas de televisión… de nuestros lugares de trabajo y del vagón de metro en el que nos desplazamos hasta ellos o en el que regresamos a nuestros hogares desde ellos; de las personas con las que nos encontramos y de aquellas que nos pasan inadvertidas; de algo que hemos ingerido y de algo con lo que nuestros cuerpos hayan tenido contacto; de lo que llamamos ‘naturaleza’… o de otras personas”. Las líneas previas reproducen nuestra realidad.

Para otros segmentos de la población, como lo demuestra la reciente toma de la Comisión Nacional de Derechos Humanos por parte de familiares en busca de sus desaparecidos —mejor en itálicas—, así como la quema por parte de un grupo de feministas de las instalaciones de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México, con sede en Ecatepec, la injusticia es la cuestión fundamental. No saber el destino de sus seres queridos, ni los nombres de los asesinos, ni contar con el apoyo del Estado ha desbordado la paciencia de quienes reclaman justicia. Apropiarse del edificio de la CNDH retrata la desesperación de los familiares y la incapacidad crónica del Estado para resolver las demandas de quienes han perdido a los suyos —me he preguntado en más de una ocasión, perdón por disgregar, las razones por las cuales no existe una palabra adecuada para nombrar, a diferencia de términos como huérfana, divorciado, viuda, esta condición—.

Sobre la injusticia caviló en estas páginas Guillermo Fadanelli. En Sentimiento de injusticia (septiembre 7) escribe: “Si una emoción perturba el andar cotidiano de las personas es el sentimiento de injusticia… Es la desgraciada sensación que oscurece el ánimo de tantas personas en México cuando, además, presienten o sospechan que este sentimiento de injusticia va a durar por el resto de su vida”. Fadanelli no exagera: tiene la costumbre de recorrer nuestras calles.

Sumar miedo e injusticia requiere muchas sumas. El resultado deviene entramados complicados: el final del túnel parece lejano. La responsabilidad de la toxicidad generada por el binomio miedo e injusticia recae en las políticas de nuestros gobiernos. Lidiar con ambos factores es complicado. Si a la toxicidad del miedo y la injusticia se agrega la irrespirable pobreza de la mitad de la población, el brete se incrementa: la violencia en las calles y el número de muertos y asesinatos durante la administración actual ha aumentado. ¿Qué decir de otras condiciones: Peña Nieto en España, Emilio Lozoya en las Lomas, narcotráfico, corrupción, impunidad y etcétera plus etcétera?

Miedo e injusticia generan incertidumbre. La falta de certezas es una enfermedad. Una breve encuesta, a mano alzada, sin sesgo, debería estudiar la percepción de miedo e injusticia en la población.