La historia la conocemos porque se repite y repite en el país: civiles asesinados por “error”, porque fueron confundidos por delincuentes. Esta vez sucedió en Sonora. Personal de la Guardia Nacional (una institución constituida 80% por elementos militares y bajo el control operativo del Ejército mexicano) patrullaba los caminos de un ejido cuando vieron un vehículo “sospechoso”. De acuerdo con Proyecto Puente, los elementos de la Guardia intentaron detener al vehículo, pero al no hacer caso, abrieron fuego contra la camioneta. En el vehículo viajaba una agente del Ministerio Público local especializado en adolescentes y un secretario de la fiscalía. Ella fue herida y él asesinado.

El Observatorio Sonora por la Seguridad señaló: “Desde la sociedad civil advertimos el grave problema de la militarización en nuestro Estado cuando se anunció el llamado plan piloto en agosto de 2019 en Guaymas y en 2020 se anunció el reforzamiento de elementos militares en la región de Caborca y municipios aledaños y, hasta el día de hoy, lo único que ha ocurrido es un aumento de violencia en sus distintas modalidades.” En efecto, año con año se acumula la evidencia de que el despliegue militar tiene como principal consecuencia el aumento de la violencia allí donde operan los militares. Específicamente, sabemos que la estrategia de patrullaje del Ejército lleva a enfrentamientos y que los enfrentamientos aumentan la violencia a corto y largo plazo. Es decir, es una estrategia que no sólo no funciona para disminuir la violencia, la aumenta.

Además, los despliegues resultan en el uso desproporcionado e ilegal de la fuerza letal por parte del Estado. Ahí está el caso de Elvin Mazariegos, el guatemalteco asesinado “por error” en un retén en Chiapas por un soldado el pasado marzo. Así fueron asesinados Griselda Galaviz Barraza de 25 años, Alicia Esparza Parra de 17, Joniel de 7, Griselda de 4 y Juana de 2 por no detenerse en un retén en Sinaloa años atrás. Así fue asesinado también la semana pasada el secretario José Ramón Reyes de la fiscalía de Sonora y herida la agente Verónica Reyes.

Estas historias indignan porque en ellas vemos una injusticia y porque advertimos el riesgo implícito. Cualquiera de nosotros podríamos ser asesinados en una carretera o retén por “error”, por ser “sospechosos”. Lo grave es que si las historias de arriba se trataran de delincuentes pocos levantarían una ceja, unos hasta aplaudirían. El problema, creo, es que no logramos entender que el riesgo a nuestras vidas existe porque aceptamos la muerte sumaria de “presuntos” delincuentes; aceptamos —y quizás aplaudimos— una estrategia de seguridad cuyo objetivo es la eliminación de un enemigo, no la detención de un ciudadano que quebrantó la ley. Las historias de homicidios “accidentales” y ejecuciones extrajudiciales en manos de quienes deberían someter su actuar a la ley y a la decisión de los jueces son posibles en nuestro país porque optamos por un modelo militar que prescribe el uso de la fuerza letal como primer recurso, uno en el que “dispara y luego averiguas” se ha vuelto la práctica cotidiana. Afirmar que algunas muertes de civiles son errores o confusiones es confirmar también que disparar contra delincuentes es un acierto. En esa política es el soldado que carga el arma quien decide quien muere o vive, con base en sospechas de las que nadie rinde cuentas.