Se aprobó en ambas cámaras la “Ley Zaldívar”. Aunque el paquete de reformas incluía modificaciones a varias leyes federales relativas al Poder Judicial, el proceso se vio opacado por un artículo transitorio que se agregó de última hora para ampliar el plazo por el que el hoy presidente de la Corte ocupa ese cargo. A pesar de la importancia de la reforma, la inclusión del artículo transitorio, que violenta la Constitución y politiza en forma inevitable e innecesaria a quien encabeza al Poder Judicial Federal, terminó por acaparar la atención pública. No es para menos, la señal que envía es ominosa.

Nuestro sistema constitucional está organizado sobre la división del poder. De manera vertical, este se divide entre Federación, estados y municipios. Horizontalmente, se divide entre poder judicial, legislativo y ejecutivo. En términos muy simplistas: el Poder Legislativo crea el derecho, el Ejecutivo administra y aplica las normas y el Poder Judicial garantiza que se cumplan. Además, este último funge como árbitro cuando surgen disputas entre otros poderes o cuando están en riesgo los derechos de alguna minoría.

La separación de poderes tiene como objetivo limitar el poder público. Las diversas ramas están en constante tensión: dialogando entre sí y vigilándose unas a otras. El entramado constitucional entero es un sistema de frenos y contrapesos que permite controlar el uso del poder. La complicidad entre poderes —por ejemplo cuando el Legislativo y el Ejecutivo hacen normas a modo para beneficiar a un funcionario judicial específico, inevitablemente identificable con nombre y apellido—, deslegitiman y debilitan al sistema.

Pero la cosa es aun más grave. Además de la división de poderes están en juego la legitimidad del Poder Judicial y su capacidad de ser una vía para resolver conflictos y construir paz.

Vivimos en una sociedad diversa, plural. Como tal, está marcada por diferencias y desacuerdos. En cuestiones morales, políticas, económicas y sociales existen fuertes disputas. Ello no es malo ni extraño en una sociedad moderna formada por millones de personas con diferentes necesidades y opiniones. Pero en este contexto, el papel de los y las jueces se vuelve fundamental ya que en ellos recae la tarea de resolver los desacuerdos, sin menoscabar la pluralidad. Sin embargo, como muchos teóricos han señalado, el Poder Judicial es la rama de gobierno que más dificultades tiene en legitimar su actuar, pues es la más alejada a la representación popular. A la vez, entre más polarizada está la sociedad, más importante es que tenga capacidad de dar un cauce pacífico a la resolución de conflictos. Esto se logra comportándose de manera imparcial y autónoma frente a los otros poderes y las partes. En otras palabras, se logra con credibilidad.

La “Ley Zaldívar”, sin embargo, pone en entredicho la autonomía, independencia e imparcialidad del ministro frente al presidente y mina la capacidad del Poder Judicial de cumplir con su función de árbitro entre los poderes y como garante de la pluralidad. El presidente de la Suprema Corte será beneficiado al ver prolongado su poder —y salario—, pero condena al Poder Judicial al desprestigio y la sumisión. Nada tiene de transformador otra ley de cuates. Lo distinto sería ejercer los cargos con un sentido de responsabilidad y anteponer los intereses de todos sobre los propios.