La transformación política de México es un proceso en curso. 2018 representó un golpe de timón para todas las instituciones del Estado hacia la democratización de su actuar. La ciudadanía se manifestó en las urnas, decidida a dejar atrás el viejo régimen de corrupción y privilegios, para dar paso a un nuevo modelo económico, político y social fundado en el respeto a los derechos humanos y en resarcir las inequidades sistemáticas, apoyando de manera directa a los grupos más vulnerables y prohibiendo mecanismos como la condonación de impuestos de grandes empresas favoritas del gobierno.

Una de las políticas transversales del nuevo régimen es la austeridad republicana, fundada en el principio de que no puede existir gobierno rico con pueblo pobre. En tal sentido, el Congreso de la Unión implementó desde los primeros días de la integración de la LXIV Legislatura un plan de austeridad para reducir gastos excesivos y lujos que no hacían sino opacar la actividad legislativa con privilegios que ofendían a una ciudadanía empobrecida y golpeada por las reformas antipopulares que se aprobaron en la pasada administración.

De la misma forma ocurrió con la reestructuración del Poder Ejecutivo, con el fin de eliminar oficinas duplicadas y otras prácticas que hacían ineficiente el gasto, y con la recién aprobada reforma al Poder Judicial, cuyo objetivo es combatir la corrupción y otras conductas ilícitas en la impartición de justicia.

No obstante, la transformación política trasciende a los tres poderes de la Unión y se debe inscribir en toda la vida pública, especialmente en el proceso y las instituciones que permiten el acceso de la ciudadanía a los cargos de elección popular, por lo que se deberán reformar, para reducir el excesivo gasto público que representan y salvaguardar los derechos humanos, especialmente a votar y ser votados.

Para este año, en el que atravesamos una de las peores crisis económicas de la historia actual, derivada de una crisis sanitaria sin precedente, la crítica al costo de la democracia es más fuerte que nunca, ya que el proceso electoral será más oneroso que vacunar contra la Covid-19 a toda la población, pues sólo tomando en cuenta los casi 20 mil 464 millones de pesos asignados al INE y los 14 mil millones de pesos a partidos políticos se excede el presupuesto para la inoculación total estimado por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Ya para el periodo 2014-2015, el presupuesto público federal autorizado en materia electoral sumaba la cantidad de 36 mil 261 millones de pesos, cifra incluso superior a la de este año, cuando enfrentamos el mayor reto democrático en cuanto a la designación de puestos de elección popular. Así, el control del gasto público se advierte necesario desde una reforma de fondo y no mediante meros ajustes anuales.

Por otro lado, el hecho de que el INE haya retirado el registro a 49 candidatas y candidatos que representarían a Morena en la próxima contienda electoral —de un total de 55 sanciones de esta magnitud— abre la puerta a suspicacias sobre su imparcialidad.

En 2016 y 2018 también ocurrieron casos similares, pero mediante el juicio de protección de derechos político-electorales se logró revertir aquella decisión contra candidaturas de Morena.

Cuando las personas juzgadoras se convierten en acusadoras, no existen garantías judiciales para un proceso apegado a derecho. Cuando los mecanismos de control se transforman en operadores políticos, no hay condiciones de equidad en las contiendas electorales. Por ello, resulta inevitable que en la próxima legislatura continúe el proceso para reformar las instituciones mexicanas, profundizando su sentido popular, democrático e imparcial.

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