Escribo para llegar a un público desconocido y atraerlo hacia ciertas ideas y sentimientos. Y también escribo para mí. Me pongo frente a un espejo, donde me confieso. Este es el doble destino que doy a mis textos.

Abundan los temas: los horrores de la pandemia, que no cede; la criminalidad violenta, que crece; los avatares de la economía, que naufraga, o el viaje del Presidente a donde lo aguarda un anfitrión hostil a México. Opté, sin embargo, por regresar al asunto de mi artículo publicado por EL UNIVERSAL el 27 de junio, bajo el título: “Al Presidente, con entrega inmediata”. No me propongo armar una serie; sólo agregar unas palabras para concluir el comentario que inicié entonces. Diré por qué.

Estoy atento a la reacción de quienes leen mis textos. Pondero lo que dicen. Y ahora tuve una percepción especial, conmovedora —para mí—, que me hizo volver a mi tema del 27 de junio. Cuando apareció ese artículo, recibí la temprana felicitación de un amigo: “Escribiste desde tu corazón”. Se agregaron otros mensajes: “Muy bien, era necesario”. Un lector a quien aprecio mucho me halagó: “Excelente artículo. Lo difundiré». Más tarde, una joven colega aseguró: “Era indispensable decirlo como lo dijo. Está circulando profusamente en las redes”. Alguien más, con quien no me había comunicado en varios años, me llamó para informar que enviaría mi artículo a muchos amigos. En un seminario con colegas —reunión virtual, que abundan— varios comentaron: “Bien dicho. Felicidades”. Y así, así.

También hubo comentarios diferentes. Renacieron algunas furias, enarbolando aversiones y cimitarras. Lo lamento: no por mí, sino por nuestro país, que era el tema de mi artículo. Pero ahí lo dejo. Vade retro, y adelante.

Mi artículo del 27 de junio contuvo un llamado a la concordia, transmitido al Presidente de México como una carta con entrega inmediata. Este apremio no fue casual. Atendí un deber de conciencia. Es decir, escribí para muchos y también para mí. No miré de lejos las hogueras encendidas y los signos de guerra que dispersan a la nación y lanzan tormentas sobre nuestro porvenir. Sólo dije que están doblando las campanas, como en la novela de Hemingway, y doblan por nosotros.

Tengo puntos de vista acerca de los problemas que aquejan a México. Los he manifestado en los medios que me brindan hospitalidad, y lo haré de nuevo. Ni oculto opiniones ni comulgo con ruedas de molino. Pero no puedo concentrarme en mi parecer sobre algún problema de nuestra agenda inagotable cuando un tsunami avanza contra la República, derriba nuestras murallas y hiere nuestro futuro. Esto excede mis afectos y desafectos, y también los de usted, amigo lector. Atañe al destino de una nación a la que debemos atender más allá de nuestros propios intereses. Dije en mi artículo del 27 de junio: México está profundamente herido. Estamos divididos y enfrentados. La fractura está calando en las familias y nos lleva al abismo. Las heridas que cause trascenderán a estas generaciones y condicionarán nuestro futuro.

Por eso —me parece— se produjeron los comentarios favorables que mencioné. Hay muchos mexicanos preocupados por la suerte que nos aguarda. Angustiados, inclusive. No fue solidaridad conmigo —¡qué va!—, sino ansiedad por el futuro de México y la necesidad urgente de abrir un camino de entendimiento. Eso mencioné en una aventurada carta dirigida al Presidente de México. No creo que este funcionario lea la modesta comunicación de un ciudadano. Pero muchos compatriotas, alarmados, podrán elevar su voz en demanda de reflexión y avenimiento.

Termino ahora como terminé entonces y como inicié este artículo obstinado: “Por favor, Presidente: un gesto de concordia. Urge”. Y añadiré: Hágalo, antes de que sea demasiado tarde.

Profesor Emérito de la UNAM.