Los pobres no van primero

Una parte de la izquierda democrática luchó durante décadas por una política económica que colocara en el centro de su racionalidad el combate a la desigualdad social y la pobreza mediante políticas de desarrollo integrales. Otra parte de la izquierda atacaba el “capitalismo” y promovía eliminar ese tipo de organización económica para implantar el socialismo, nunca esclarecido como forma alternativa, salvo invocando experiencias fallidas como Cuba, China o los países soviéticos.

Es paradójico que hoy, una considerable fracción de la segunda acompañe al gobierno de la cuatroté mientras que la primera haya sido dejada al margen. La paradoja es más absurda a medida que se pone en evidencia que la política económica del gobierno actual muestra claras inclinaciones por mantenerse dentro de paradigmas obsoletos, que supuestamente el propio gobierno rechaza. Uno de ellos es el filón “neoliberal”, del cual destacan las medidas de extrema austeridad y la suspensión de proyectos de inversión que inyectarían vitalidad en la economía. Ambas fórmulas combinadas dan el resultado fatídico del crecimiento cero que experimentó la economía antes de la pandemia y la caída abismal que le acompaña. Para barnizar de “izquierda” estas medidas se adujeron el combate a la corrupción, una nueva “moral” económica y las consultas a mano alzada para la suspensión de proyectos icónicos como el NAICM. Paralelamente, la administración de López Obrador ha puesto sus canicas en vestigios arqueológicos de épocas ya enterradas: Pemex, la refinería de Dos Bocas, CFE (a la antigüita), el Tren Maya y Santa Lucía.

Los tres primeros son inversiones sin sentido que representarán una enorme carga para los dineros públicos de los mexicanos y que se hacen con la finalidad de “recuperar” una soberanía energética por completo obsoleta a la luz de la configuración actual de la industria energética y su futuro —que ya llegó— en la sustitución de energías fósiles por renovables. Invertir para refinar petróleo a mayor costo que el internacional, rescatar una empresa ruinosa y regresar la generación de electricidad a la era del carbón...

Todo hecho en nombre de impedir que el sector privado tenga control sobre estos sectores eligiendo la peor manera de modificar la relación público-privada: ahuyentar a la inversión para restaurar una economía pública ineficiente y, además, famélica gracias a la austeridad. Los perjudicados por estos sinsentidos seremos los contribuyentes y los que menos tienen.

Para vergüenza mundial no se hace lo elemental: una reforma fiscal que grave más al capital que al trabajo para beneficiar a los pobres mediante el gasto social encaminado a incorporarlos al desarrollo productivo. En cambio, la gatopardista transformación de la relación entre el poder político y el económico se traduce en un nuevo arreglo de cuates con los nuevos amigos del presidente (su Consejo Asesor Empresarial: https://bit.ly/31xMCJl).

A estos y a otros beneficiarios tradicionales del gasto público van a parar jugosos contratos de obras y servicios el gobierno sin supervisión alguna. Lo demás se le encarga al ejército. Por último, Los programas sociales se destinan a la formación de una base de maniobra electoral del presidente “sus pobres”), no a sacar del atraso a los más necesitados. En síntesis, las decisiones económicas del gobierno no son de izquierda; no ponen primero a los pobres, sino a la hiperconcentración del poder presidencial y a la recomposición de la élite en el poder.