Otoño de la democracia

En la democracia se han incrustado las semillas de su destrucción. Son las mismas que le impiden asentarse en profundidad; las que anquilosan las formas e instituciones que la impulsaron en el pasado y que hoy son diestramente usadas o manipuladas para evitar que vayan más allá, que trasciendan los límites impuestos por situaciones que ya desaparecieron.

En México, una generación que vio en la democracia un fin en sí mismo o un medio para otros propósitos puso las bases para conseguir dos principios fundamentales del proceso democrático: garantías de elección y competencia, y condiciones para la autonomía de los ciudadanos. Tuvo éxito en lo primero al crear las instituciones electorales modernas y autónomas, pero fracasó en lo segundo, pues la convicción en la libertad para hacer valer la propia voz en la vida común no llegó al corazón de la mayoría.

Esta ha preferido inmolarse en la indiferenciación del tumulto, el tesoro de los autócratas. Hoy en día este cierre mental opera contra las garantías de elección y competencia. La necesidad ingente de salvación exógena, religiosa, se impone, en las mayorías, sobre la formación del juicio propio y la deliberación de las alternativas políticas. Sin juicio del ciudadano y deliberación, las instituciones electorales pierden sentido.

Y en eso trabaja Morena. A ello se agrega la masa de prejuicios y desinformación que los medios masivos hacen caer sobre la audiencia (que es la mayor parte de la “audiencia”), en particular de la TV, cuya contribución a la ignorancia —origen central del atraso de millones— sigue dominando la formación de la esfera pública.

Por su parte, los partidos nacieron priorizando su consolidación corporativa, no su representatividad. Después de que los que había en 1990-1996 produjeron un nuevo sistema electoral y de partidos, pusieron a los bueyes detrás de la carreta. La normativa que los regula fomenta las lealtades hacia los grupos dirigentes en detrimento de los electores.

A lo largo de los 24 años transcurridos desde que el partido hegemónico perdió la mayoría de la Cámara de Diputados se fue creando un vacío de representatividad. Nadie lo entendió mejor que AMLO, que se dedicó con tenacidad a llenar el vacío con una fórmula política cuyo propósito es la antítesis de la competencia democrática: el monopolio de la representación. Aspira a una nueva hegemonía, aunque carece de la membresía de grandes agrupamientos sociales como los tuvo el PRI. Por lo demás, está ya claro que este proyecto es anacrónico y conservador, con una fronda izquierdista —que le viene como anillo al dedo— injertada en un tallo de derecha y un proyecto reaccionario de reforma constitucional para someter al sistema político a su esfera de poder.

Lo que pasa en casa debe entenderse en el mundo. Hay una ola de “autocratización” en marcha. El trumpismo en Estados Unidos no ha quedado atrás pues se mantiene a la carga y puede realizar el sueño de dinamitar la democracia constitucional. Ahora mismo se organiza para asegurar el control de las autoridades electorales en los estados para la elección intermedia de 2022. De lograr ese control, en los distritos más reñidos volverá el grito de fraude y lo que no se gane en las urnas se tratará de conseguir mediante dictados de la autoridad electoral y legislativa. En consonancia con la marea autocrática, el trumpismo, sus congéneres europeos y euroasiáticos —que por lo pronto están a la saga—, y el “modelo de civilización alternativa” que promueve el Partido Comunista Chino son el mayor desafío para la democracia representativa.

Reconsiderar la historia reciente no implica capitular. Los partidos políticos comprometidos con la democracia tienen la obligación de reconocer cuándo y por qué cayeron sus bonos con el electorado y transformarse para contrarrestar el temporal autocrático en curso. Ojalá se esté viviendo un otoño de una versión conservadora de la democracia, y no de la democracia en sí. De ello depende que en la siguiente primavera florezca una democracia renovada. Aquí y en el resto del mundo.