*Un huracancito

*De damnificados

Solía decir el extinto cacique yucateco, Víctor Cervera –el segundo apellido me lo reservo por falta de progenitora-, muerto en agosto de 2004, cuando más requería de los reflectores de la política para dejarse ver y aspirar a posiciones más encumbradas, no sólo la de gobernador espurio de su entidad –tergiversando el sentido de la Constitución al grado de perpetuarse veinte años en el poder de los cuales una década ejerció como gobernador, interino, substituto y supuestamente “constitucional” en una tercera reelección-:

--¡Dios mío! –clamaba el autócrata-. ¡Mándame siquiera un huracancito...!

Y es que con las catástrofes naturales el pueblo sufre y la clase gobernante sonríe por la oportunidad, no fácil pero sí útil, de mezclarse con los damnificados unas horas y con ello rescatar la imagen de servidores públicos, grandes administradores de la “justicia social” a veces con el agua llegándoles a los pantalones y, en ocasiones, con los techos a punto de desplomarse tras alguno de los temibles terremotos que hemos padecido y se repetirán en el futuro, cada vez más catastróficos por la necedad de seguir construyendo lo mismo sobre las zanjas, el paso de los vientos naturales y las hondonadas de la tierra que en el Distrito Federal son consecuencia de la corrupción ingente.

Dentro de unos días se recordará a los sepultados por los terremotos de 1985, treinta años ya, y de 2017, presumiéndose de que los constantes simulacros nos hacen ser más fuertes potencialmente. Pero, ¿es así? Las alarmas sísmicas suelen funcionar cuando los movimientos telúricos son breves y no se escuchan al llegar los sismos de mayores graduaciones, digamos de más de seis puntos en la escala Richter, acaso porque la negligencia oficial es tanta que se hace negocio hasta con esto, digamos comprando lo barato que conlleva el costo de varias vidas. Pero, claro, ni quién se ocupe de fincar responsabilidades. De hecho, los “simulacros” últimos han sido un escandaloso fracaso... y así hasta que vuelva a enlutarse el país.

¿Hubo seguimientos judiciales, acaso, contra los constructores ladrones que escatimaron en materiales sólidos en los edificios colapsados en el centro y otras colonias de la ciudad? ¿Al arquitecto que diseñó el conjunto habitacional de Tlatelolco, Mario Pani Darqui, del cual se cayeron doce edificios y cuatro más debieron reducir su altura, o al entonces presidente Miguel de la Madrid cuya tardía reacción fue tanto como permitir que la asfixia se llevara a muchos de quienes quedaron sepultados bajo los escombros? Medroso, como fue –y no por muerto le vamos a dejar una aureola-, esperó una barbaridad hasta conocer las dimensiones de la mayor tragedia urbana de nuestra historia, con él, claro, en su segura habitación de Los Pinos. La impunidad a favor de estos sujetos es la más indignante de cuantas se recuerden.

Sostengo, y sigo en la misma línea año tras año, que es irresponsable, atávico, ilógico, dotar de materiales similares con los que construyeron sus casuchas los infelices damnificados; tarde o temprano volverán a pasar por esta amargura, la de perderlo todo, incluso en ocasiones a sus familias, bajo el elevado riesgo de rehabilitar sus existencias en las zonas derruidas, una y otra y otra vez. Por ejemplo, hablando de los huracanes –los tsunamis ya llegaron a Chile-, ¿cuánto se habría ahorrado si en lugar de levantar los postes de luz y teléfonos en los mismos sitios, se excavara para protegerlos? De igual manera, ¿por qué no se hace un gran esfuerzo para evitar que los mismos cauces de los ríos se lleven las vidas humanas como si se tratara de rastrojos inservibles?

Bueno, y de los socavones y la permanencia del corrupto asesino Gerardo Ruiz Esparza en la secretaría de Comunicaciones y Transportes, mejor ni hablamos; cuando menos, despreciémosle cuando lo veamos por algún sitio. Ya llegará su hora, esperemos, en el ya cercano diciembre.

La Anécdota

No es momento para sonreír sino para reflexionar sobre el fondo de lo que se contaba en la década de los setenta del siglo pasado, cuando gobernaba Echeverría y no dejaba de viajar entre cada negligencia. Dicen que cuando llegó a Venecia, dada su incultura de origen, aquel mandatario, sorprendido por el nivel de las aguas, no pudo reprimir un conmovido discurso que comenzó dirigiéndose al público, poco, que le aguardaba:

--¡Señores damnificados!

Sucede que la industria de la catástrofe suele ser, sin duda, una de las aportaciones más notables de nuestro curioso sistema político.

loretdemola.rafael@yahoo.com