La “ingratitud” de las personas juzgadoras

Hablábamos en las últimas colaboraciones de la “democracia deliberativa” como eufemismo que niega el principio mayoritario que caracteriza justamente a la democracia. Se trata de una reminiscencia del liberalismo clásico del siglo XVIII que rechazaba el principio igualitario de la democracia.

En el ámbito jurídico existen diversos dogmas que se derivan de esa ideología antidemocrática. Uno de ellos es el llamado “deber de ingratitud” del juez, continuación del llamado “principio contramayoritario”.

En términos estrictos, tiene sentido que se afirme que los jueces no pueden responder a un mandato de mayoría, simplemente porque su razonamiento individual en casos concretos no será sometido a votación. En realidad, lo mismo pasa con los representantes populares (en el gobierno o en el congreso) que, una vez elegidos, adquieren autonomía en el ejercicio de sus facultades, que deben desempeñar conforme a la ley.

Esta independencia del elector que, insisto, sucede en los poderes ejecutivo y legislativo, sólo se enfatiza en el judicial. Tiene que ver con que se asume que éste deberá corregir medidas o leyes bárbaras, irracionales, que se prejuzga de la democracia. Es el poder listo para contrarrestar la voluntad popular. Por eso, la separación del elector se pretende virtud en el juez. Y se asume obligatoriamente ingrata o contramayoritaria, para cargar de contenido, desde la caracterización, a sus sentencias, lo cual queda garantizado en la forma aristocrática en que se designa a las personas juzgadoras.

El problema de esta ideología antidemocrática es que acentúa el carácter elitista de jueces y juezas, ahora meritocrático, además de la ausencia de la función de servicio y la responsabilidad social del cargo.

Fuera de lo que se pregona en la formación jurídica, la persona juzgadora debería tener un deber de gratitud hacia el pueblo que paga sus servicios. Gratitud que se refleje en el cuidado de su función y en la sensibilidad de sus criterios. Eso no tiene nada que ver con una posible parcialidad, falta de independencia, en la percepción de la realidad frente al cotejo obligado del mandato jurídico en cada caso concreto que se somete a su juicio.

Casos como el del juez Juan Manuel Alejandro Martínez Vitela apoyan la necesidad de una profunda reforma al Poder Judicial mexicano. No hay sentimientos populares irracionales o ignorancia en la indignación que ha generado la afirmación filtrada del propio juez sobre la falta de información proporcionada por una niña de cuatro años como elemento definitorio de su sentencia absolutoria de abuso sexual.

Si bien el voto popular de juezas y jueces no resuelve su probidad o la honradez intelectual y económica, sí genera la obligatoria contención de sus actos. Visibiliza su actuar como persona servidora pública. La obliga a responder ante el pueblo mismo, lo que a su vez obliga a generar la infraestructura de evaluación y sanción que actualmente no tienen las personas juzgadoras.

De acuerdo con las cifras del Consejo de la Judicatura Federal, en los últimos años han decrecido las sanciones a jueces y juezas federales, no obstante que han crecido las denuncias. Tan sólo en 2022 se presentaron cinco mil 420 denuncias sobre su actuación, pero se sancionó únicamente a 179 juezas y jueces. En 2017, en cambio, se presentaron dos mil 741 denuncias y se sancionó a 541.